Cuartel de dragones, de Ion Negoițescu (Fulgencio Pimentel) Traducción de Doina Fagadaru y Alfonso Martínez Galilea | por Juan Jiménez García
Hay en Cuartel de dragones, suerte de memorias interrumpidas de Ion Negoițescu, el ritmo vertiginoso ya no de la vida, que también, sino de la vida tropezando con el hombre y el hombre tropezando con la historia. Podría ser una cuestión de vértigo, de feliz vértigo. Del vértigo de descubrir cada día que uno está vivo y que todo está por descubrir: el amor, el sexo, la escritura, la familia y algunas cosas más abstractas pero siempre de moda, como el nacionalismo, las patrias, las banderas, los otros (siempre hay otros, siempre). Esa Europa nuestra, siempre llena de abismos, de acantilados desde los que saltar a las mismas aguas, a los mismos fangos. Las memorias, decía, se interrumpen en ese instante del salto. Asistimos a los ejercicios de preparación. Llega hasta el año 41 y todo queda atrás. En sus páginas. Infancia, adolescencia, primera juventud.
Ion Negoițescu nace en una familia acomodada. Su padre es un oficial del ejército rumano de La Gran Rumanía, ese instante de confluencias en el que el país, cogiendo un poco de todos lados, incluidos los restos de la Hungría imperial, amplia su territorio hasta unos límites que ya solo irán menguando, de tragedia en tragedia. Su madre es una madre de su tiempo en una burguesía de su tiempo. En las ramas del árbol familiar, crecen todo tipo de frutos, desde protopopes a ocasionales visitantes de clínicas psiquiátricas. Su vida discurrirá tranquilamente entre los libros y el descubrimiento de su homosexualidad (en fin, de su sexualidad, porque tampoco pensaba estar haciendo nada particularmente extraño, pese a los rumores que escuchaba sobre esa enfermedad). Ahí acaban todos sus intereses. El resto son traumas, pequeños fracasos, pequeñas victorias. Ya tendrá ocasión de fracasar y vencer a lo grande. El futuro está allá a lo lejos. Muy lejos.
En sus recuerdos, rara vez hay fechas concretas o edades precisas. Todo forma parte de un magma, de una materia, de un espíritu que va alimentando con voracidad. Tienen la misma importancia sus escarceos amorosos en el cine con desconocidos que el descubrimiento de la literatura. Y, aunque están permanentemente presentes, como la presencia de una amenaza (pero también de una promesa de algo mejor, no nos equivoquemos), los legionarios ultraderechistas rumanos que la pérdida de Cluj, su ciudad, y la posterior huída. Grupo comparable a los fascistas italianos, los legionarios y su brazo armado, la Cruz de Hierro, marcaron no solo su tiempo (con un Hitler que ya estaba ahí, pero que se inclinaba más por un dictador clásico como Antonescu) sino también a la intelectualidad más brillante. Gente como Mircea Eliarde o Emil Cioran fueron fervientes partidarios de un grupo que por crueldad no tenía nada que envidiar a sus homólogos de otros países.
Entre todo esto (brillantemente iluminado por los ensayos que acompañan la edición de Fulgencio Pimentel) la prosa del escritor, como impregnada fuertemente por aquellos años, se lanza a una velocidad de vértigo en la reconstrucción de lugares y encuentros, de afectos y desafectos. Como un largo monólogo, como una cantata para muchas voces que se encuentran en una sola, una cantata para esos días desaparecidos, pero aún presentes, días del joven escritor como cachorro. De Rumanía como síntoma y enfermedad.