A House is not a Home, de Companyia Ignífuga (Teatre El Musical, Valencia. 9 de abril de 2016) | por Óscar Brox

A House is not a Home | Companyia Ignífuga

Si algo ha demostrado la programación de esta nueva etapa de El Musical ha sido el interés por un teatro de nuevos formatos. Por un teatro de nuevas experiencias en el que el texto y la puesta en escena se liberen de su andamiaje clásico. De todas las propuestas programadas, la de A House is not a Home es con justicia la más radical. La Companyia Ignífuga plantea un espacio escénico propio, al aire libre. Una casa en la que sus ventanas son vaporosas cortinas que permiten al espectador seguir, a apenas unos metros de distancia, la tensión que atenaza a los protagonistas de la obra. O, mejor dicho, curiosear. Vigilar. Observar a un grupo de extraños con los ojos de un voyeur, mientras en la casa se genera un clima de tensión que, tarde o temprano, acabará desbordando.

Apenas ha empezado a caer la noche en el solar en el que se representa el montaje cuando los auriculares, imprescindibles para seguir la narración de la obra, nos sumergen en otro ambiente. Acompañan a esa imagen de una mujer solitaria, cuya tristeza habría pintado Edward Hopper sobre un lienzo, mientras aguarda la llegada de sus invitados. En ese juego entre interior exterior, entre lo que vemos y lo que escuchamos, la compañía establece una tensión entre lo íntimo y lo público. Entre lo que dejamos ver y esos sentimientos que, de tan delicados, apenas se manifiestan. Reprimidos. Cobijados en ese hogar en el que nos pertrechamos para vivir a salvo del miedo o de cualquier desgracia. Y en cierto sentido la obra juega con esas sensaciones, a medida que diluye los diálogos dentro de la casa, las situaciones más o menos habituales, para mostrarnos a un grupo de personajes cuya felicidad sentimos a distancia. Como mirones, como extraños parapetados en el jardín, a un palmo de la ventana, observando un pequeño microcosmos en el que no somos protagonistas.

Los vemos moverse, a ratos frenéticamente, jugar, besarse, simular una vida aparentemente feliz, dejarse llevar por esa inocencia infantil que nunca se pierde, bailar… Vivir, en definitiva. Pero, al mismo tiempo, sentimos que algo no funciona, a medida que esa voz en off que acompaña a la segunda parte de la obra se materializa en una pareja que discute, en el interior de un coche, si debe o no interrumpir la celebración de la fiesta para transmitir a la dueña la mala noticia. En esa combinación entre lo que vemos y lo que escuchamos, entre la mirada atenta a la casa y los vistazos furtivos al coche aparcado, la Companyia Ignífuga describe la debilidad de unos lazos íntimos que ni siquiera el hogar puede proteger. Que quedan expuestos ante la tragedia, a merced del dolor, a medida que las paredes de la casa se vuelven tan finas que prácticamente podemos entrar en ella y compartir los pequeños dramas de sus protagonistas. Como si, definitivamente, la frontera escénica entre la casa y el coche desapareciese para unir ambos espacios, interior y exterior, a través de un mismo sentimiento.

Cabe decir que el trabajo escénico de la Companyia Ignífuga dibuja, ya desde los mismos cuerpos de sus actores, una sensación de extrañamiento que la banda de sonido recalca todavía más. De alguna manera, uno puede llegar a pensar que en determinados tramos la obra necesita recordarnos que hay una distancia insalvable entre lo que sucede dentro de la casa y lo que observamos desde fuera. Que esos gestos estrambóticos, esa música ambiental, hacen de escudo para evitar que el drama privado de sus personajes se vuelva público para los espectadores. A tal punto que, junto a la iluminación, la escena se asemeja a una de esas fotografías perturbadoras de Gregory Crewdson, en las que se siente la presencia invisible de algo que desestabiliza la aparente cotidianidad de lo que vemos. La seguridad con la que los personajes expresan su alegría, su confianza, su felicidad durante la cena de celebración. La sensación de que, junto a esas voces que materializan los malos augurios en la noticia de una muerte cercana, penetramos poco a poco en el interior de la casa. De una casa que recupera su aspecto de escenario protegido por unas vaporosas cortinas. Que expone, de manera brutal, a sus habitantes ante la mirada de los otros.

El de Companyia Ignífuga es un teatro sofisticado a la par que emocional, trabajado en sus aspectos más técnicos sin olvidar esa tormenta de sentimientos que, a medida que avanza el montaje, embarga a sus protagonistas. Un teatro que se ve, pero que sobre todo se escucha. Casi como una confidencia, como una voz baja que adquiere cuerpo e invade la tranquila intimidad de sus protagonistas para manifestar hasta qué punto ese concepto, el interior o lo íntimo, es una estructura tan frágil y fugaz como el escenario construido para la representación. Un trabajo de dramaturgia y actuación que en verdad tiene mucho mérito. Más, si cabe, durante la representación del sábado, donde sus actores no solo se enfrentaron a la obra sino también a los niños del Cabanyal que invadieron (e hicieron suyo) el solar en el que tuvo lugar la velada. Si esa batalla la ganaron claramente los niños, la otra, la verdaderamente importante, la artística, la ganó Companyia Ignífuga. Que los problemas logísticos no impidan más representaciones al aire libre, más teatro de nuevos formatos y nuevas sensaciones. Ese es el camino y, probablemente, el mejor remedio para desperezar la realidad cultural de una ciudad que ha estado muerta durante demasiados años.

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