Acabó Sitges con el triunfo rotundo de Holy Motors, de Léos Carax. Diez días después, el cine fantástico y sus aledaños han vuelto a demostrar su inagotable capacidad de investigación alrededor de todas esas imágenes misteriosas, siniestras o radicales que descansan en las partes oscuras de nuestro interior. Imágenes salvajes y hostiles, con la contundencia del protagonista de Maniac (Frank Khalfoun, 2012), que eliminan a cualquier intermediario para proyectarnos en los entresijos de las mentes perturbadas; imágenes de hiriente belleza, como las de Miss Lovely (Ashim Ahluwalia, 2012), que nos introducen en el vientre de Bollywood para contarnos cómo tras las hermosas texturas y colores de otro mundo laten historias de auténtico dolor; imágenes que resisten al tiempo, como las de Alois Nebel (Tomás Lunák, 2011), donde el trauma permanece abierto mientras impide que todo progreso social tenga razón de ser; imágenes en super 8, como las de Sinister (Scott Derrickson, 2012), que transportan un cuento de horror eficaz hacia una reflexión sobre el alcance y la capacidad de contagio del horror filmado; imágenes de la era del cybercapital y el desapego emocional, como las de Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), donde asistimos a la inmolación de los rasgos definitorios de la condición humana y al nacimiento de esa deriva emocional que describe los problemas de nuestra contemporaneidad; imágenes construidas a partir de desechos, como las de V/H/S (VV.AA., 2012), que, entre la ironía y el respeto por las mitologías del fantástico, glosan algunas de nuestras pesadillas cotidianas más frecuentes; imágenes que retrotraen a otras imágenes, como las de Tulpa (Federico Zampaglione, 2012), donde rastreamos las huellas del giallo en cada ángulo de cámara, cada asesinato con arma blanca o espacio desierto de la ciudad; imágenes que buscan sus sonidos, como en Berberian Sound Studio (Peter Strickland, 2012), que ponen en escena la melodía para un asesinato, el destino del creador absorbido/alienado por sus imágenes; imágenes enfermas, como las de Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012), que giran en torno a la necesidad de mantener un contacto, como el de un virus con su huésped, entre nosotros y esa sociedad cuya pregnancia ambicionamos poseer; o imágenes equivocadas, como las de Wrong (Quentin Dupieux, 2012), que nos enseñan cómo, con sus retruécanos y vueltas de tuerca, un relato sembrado de errores puede finalmente alcanzar la misma solución acertada.
Sitges ha sido un festival de imágenes. Tal vez por eso, un filme como Holy Motors, que es puro cine, auténtico tratado sobre la pervivencia de la imagen cinematográfica, ha resultado triunfadora. Porque sus imágenes, provocadoras y siempre abiertas a una nueva ocurrencia, advierten esa belleza secreta e inagotable que habita en nuestro cine fantástico. Este es solo un resumen, un borrador apresurado y urgente, de lo que en unos días será la crónica de la presente edición del Festival. Un resumen en forma de imágenes, atrevidas, mutantes o impactantes, cuyo final no puede ser otro que la imagen más bella proyectada la pasada semana: la danza, tan física como virtual, de cuerpos que se buscan, retuercen, desean y encuentran, que Léos Carax filma como si se tratase de un hermoso misterio en Holy Motors.