“El Chorrito”
6404 North Clark Street
Chicago, Illinois 60626, EE UU

 

Se dice que Devon Street, en Chicago, es una de las calles más fascinantes de EE UU. Allí se suceden bares universitarios, supermercados latinos, tiendas indias (muchas), restaurantes afganos, una sinagoga, la tienda de ropa del Ejército de Salvación para familias sin recursos, un café georgiano, y muchas otras cosas que no caben en la primera mirada. No es una calle acomodada, pero tampoco se oyen tiroteos por la noche; está en el cruce exacto entre lo desconocido y lo convencional que hace que su exotismo reconforte al visitante.

El ChorritoY no hay queja si es eso lo que una encuentra un jueves cualquiera a las once de la noche, sin haber cenado a una hora en la que la que la mayoría de norteamericanos se dedican a actividades más golfas sean éstas beber, dormir o ver la televisión. En la intersección de Devon con Clark hay un local pequeño, que gracias a un enorme toldo naranja en el que se lee, con historiadas letras amarillas, “El Chorrito”, no pasa desapercibido. No se cansa de anunciar sus buenos precios, los tacos baratos, los tacos vegetarianos y lengua y burritos y un montón de cosas cuyo nombre no entendí escritas sobre simples folios y en rotring azul. Ni una palabra de inglés.

Era típico, claro, pero qué no es típico o tópico en EE UU. Saturados como estamos de cine estadounidense, y saturados como están ellos también de esos referentes cinematográficos (la pregunta sobre qué fue primero, si el estereotipo o la realidad, es más que inquietante en aquel país), es difícil llegar a un sitio y no recordar el gran cine americano, o, más bien, el telefilm de sobremesa. Si digo que la pregunta es inquietante es porque el visitante no tiene claro que esa realidad no haya sido construida a imagen y semejanza del entretenimiento americano, como una producción más de Hollywood. Al cruzar la puerta de “El Chorrito” se ven unas pocas mesas pequeñas, ocupadas por familias hispanas y algunas parejas blancas, mientras la tele conecta Univisión, que retransmite a un volumen muy audible la detención del narcotraficante colombiano conocido como “El Fritanga”. Es difícil describir la sensación de autenticidad, una nada consciente autenticidad.

Y es que la imagen que ofrece “El Chorrito”, a pesar de las guadalupes que adornan las paredes, a pesar de las truculentas historias de la televisión (“Dos siameses unidos por la cabeza son separados en una operación”), a pesar de la joven y despierta camarera con el largo pelo apretado en una coleta, su imagen, digo, se escapa del cliché. El garito mexicano de Clark Street no es el lugar donde reeditar los ajustes de cuentas de la Mafia, y tampoco el lugar donde rodar una comedia costumbrista sobre la integración hispana. En la mesa de al lado, un hombre y una mujer blancos, vestidos de ese negro chic que guiña a la Vieja Europa, engullen una sopa y dos burritos. Hablan en voz baja, en un tono pausado que es tan adecuado para comentar una obra de teatro como para tratar los problemas del crío en el colegio; por su edad, podrían ocuparse de cualquiera de las dos cosas. Ese hombre y esa mujer pertenecen a otra tradición, étnica, social e incluso cinematográfica. De repente, vi la imagen arquetípica: la comedia dramática de relaciones personales, la conversación en el restaurante de barrio, el plano americano de los dos comiendo, uno a cada lado de la pantalla, el plano-contraplano de sus rostros. Y eso tenía sentido, porque lo alternativo a la cultura dominante ya no es lo italiano, sino lo mexicano; la curiosidad ya no se simboliza con un vino italiano, sino con las especias provenientes del otro lado de la frontera. La cuestión, y es por esto que “El Chorrito” sonaba, olía y sabía de manera genuina, como un verdadero mexicano de Devon con Clark, es que los objetos no simbolizaban nada. Yo no oía la conversación de la pareja, la humildad de la comida no realzaba la insaciable búsqueda sentimental de los personajes. Dejé de mirarles. El restaurante, tan pequeño y lleno, de paredes blancas y carteles coloridos, tan alegre y tan poco bullicioso, tan recogido en sí mismo, era y es el centro de mi atención, o así lo quiero contar: es el único modo de respetar la inocencia del lugar.


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