Li Honger

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Li Honger

 

Ringo Lam, emociones descarnadas, por Henrique Lage

Más un drama romántico que un film de acción, la tensión se disipa a favor de la construcción de unos personajes verosímiles, un retrato del amor que surge entre Chow y la tía de la niña a la que protege, interpretada por Cherie Chung. Eso no evita que la película no contenga algo de la violencia seca de Lam, pero no es esencialmente una película de acción. El ambiente rural, formado por múltiples texturas que dotan al romance de una dimensión prosaica pero de cierto encanto. El fuego, protagonista del enfrentamiento final, marca todas las tensiones con las que Lam culmina su relato

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Aquella ola, en la playa, por Faustino Sánchez

Si algo caracteriza las películas de Hou Hsiao-Hsien y Edward Yang, más allá de sus diferencias temáticas o estilísticas, es la manera de abordar su relación con la Historia de su país y con su propia tradición cultural, lo que va asociado a una melancolía por lo no sucedido o por las oportunidades perdidas. Como si sus vidas siempre hubieran avanzado en un perpetuo clima de resaca generacional. Como si Yang y Hou se lamentaran por haber llegado demasiado tarde y, si bien se creían con las fuerzas y el poder de renovar el cine de su país, parece que les faltaba esa misma convicción para que el desencanto de sus películas traspasara hasta una esfera social, a diferencia de la energía revolucionaria que abanderó las nuevas olas de los 60. Como si antes de empezar ya hubieran asumido su derrota, y basaran su cine en esa sensación de fracaso. O quizá el problema no fuera la convicción, sino el contexto, o la convicción no fuera posible en un mundo que había pasado por guerras como la de Vietnam o revueltas como las de Mayo del 68.

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La excepción coreana: el cine que surgió de nuestro mundo, por Álvaro Peña

La escasa representatividad de Kim Ki-duk, al contrario de lo que pudiera pensarse, nos es útil en tanto lo poco que comparte con el resto señala el punto de partida de nuestro viaje: la idiosincrasia audiovisual de la industria surcoreana. En su cine, como en la mayoría de producciones de gran presupuesto, se observa una cuidada estética a contracorriente de las nuevas texturas digitales, por no hablar del impecable diseño de sonido y la precisión en los encuadres; primer punto de contacto, a su vez, con la abandonada década de los 90. Artistas nacidos del underground como Kim In-sik aprovechan mayores presupuestos para acometer diseños de producción muy elaborados (Hypnotized, 2006), como si la sociedad coreana estuviera más necesitada de arquitecturas que de retratos. El arrebato jeunetiano de Soy un cyborg (Park Chan-wook, 2006) es un ejemplo aún más claro de estética subordinada a la identidad, donde la primera crea un espacio donde hacer creíble la segunda.

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Hiroshi Sugimoto

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Hiroshi Sugimoto

 

Jitsuroku Fiction: los violentos años setenta, por Ignacio Huidobro

“Mi nombre es Isamu Okita. Puedo ganar cualquier chica o pelea, pero el juego no es lo mío. Todos le echan la culpa a la fecha de mi nacimiento, 15 de agosto de 1945. Es el día en que Japón perdió la guerra, así que puede decirse que soy un perdedor nato. A quién coño le importa. Nunca pedí nacer. Mi madre tan sólo me arrojó al mundo. Nunca tuve un padre”. Este cáustico parlamento en off a modo de introducción personal del protagonista de Street Mobster, Isamu Okita (Bunta Sugawara), sobre un dinámico montaje a base de azuladas fotos fijas, breves y sincopadas secuencias que, a los pocos segundos, viran a color, congelados de imagen y una sucesión de planos estáticos, conforma un brillante collage y tour de force narrativo con marcado acento documental, como antitético a los análogos pregenéricos del ninkyo eiga (“espíritu caballeresco”), en los que el yakuza se presentaba en un ritual solemne y protocolario, aquí prosaico. Desde su arranque Street Mobster es al yakuza eiga lo que Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, Sergio Leone, 1964) al western, un giro de 180 grados, estético y ético, a las convenciones genéricas asumidas y esperadas por el espectador medio.

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Koji Wakamatsu. Children of the Revolution, por Jesús Cortés

De aquellos años 60 y 70, de un blanco y negro iluminado con luz de interrogatorio policial, queda una marea alucinógena de persecuciones, torturas, crucifixiones, pervertidos violadores de monjas, escenas de amor con póster de Stalin al fondo, avant-garde hippie o manifiestos guerrilleros y casi terroristas con la Interpol vigilando el rodaje. Ninguno de aquellos filmes cosechó elogios, aislados o unánimes, por parte de la crítica local e internacional. Tan solo Secrets Behind the Wall, en el Festival de Berlín de 1965, obtuvo publicidad al ser retirada. Desde entonces, las autoridades niponas cortapisaron la difusión fuera de su país de una obra que consideraban “una vergüenza”. Así, Wakamatsu tuvo que conformarse con el público de salones de actos de universidades y, a partir de los 80, con rellenar, junto a vecinos tan dispares como Doris Wishman o Miklós Jancsó, las estanterías de los videoclubes. A diferencia de Oshima, que vivió un gran éxito en Cannes con el estreno de El imperio de los sentidos, ni siquiera pudo gozar de una oportuna obra sobrevalorada que sirviese como reclamo para el público.

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Masao Adachi, perdido y encontrado, por Juan Jiménez García

Empecemos con el cuerpo. El cuerpo maltratado. Hasta la mutilación. En Violated angels, un perturbado acaba en el alojamiento de unas enfermeras. Las irá matando a todas, según le van recordando sus traumas. No, a todas no. Las películas de ambos son de una extraordinaria brevedad. Una anécdota apenas. Un motivo repetido hasta la extenuación, a menudo en un único espacio. En Go, go second time virgin, una muchacha es secuestrada por unos pandilleros, llevada a una terraza y violada bajo la enigmática mirada de un adolescente, otro, que se encuentra allí. Es su segunda violación. Entre el muchacho y ella se establece una relación, la relación de dos excluidos de la sociedad refugiados en esa terraza, último lugar, a un paso de otra vida, es decir, de suicidarse. Adachi y Wakamatsu filman las relaciones sexuales como algo trivial, como comer, como beber. Como un símbolo de libertad, a veces, otras como un símbolo de dominación, de humillación. Y la muerte, la sangre, el asesinato como la única salida.

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Masao Yamamoto

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Masao Yamamoto

Historia del maestro pervertido de los peces y las niñas, por Juan Alcudia

Sin ser nada extraordinariamente novedoso para ser fruto de una mente nipona, las fotos de Daikichi Amano son potentes. Algunas de ellas son como un estallido de luz que nos obliga a detenernos en sus filigranas una vez superada la ceguera inicial; algo así como dar una buena torta con la mano abierta y, acto seguido, levantarse el flequillo para revelar un elaborado tatuaje en la frente. Sus fotos están llenas de pequeñas texturas que se mezclan y se confunden, y que nacen de los flujos y de la carne de las bestias submarinas y de las mujeres. Son fetichistas, tribales, terroríficas; nutren fantasías sádicas (las del propio autor) y revisten el cuerpo femenino de tentáculos a modo de manto tumefacto y también de segunda epidermis. Todas estas cosas y muchas más, cuya sinergia y combinación componen con frecuencia una estampa formidable y cautivadora para los amantes de ficciones oscuras, tienen una peligrosa contrapartida: la de la expectativa frustrada.

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Imágenes: Francisca Pageo. Vídeos: David Flórez, Juan Jiménez García. Cosas varias: Óscar Brox, Juan Jiménez García.


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