L’avventura, por Francisca Pageo
JLG/AK. Retrato de diciembre, por Paula Pérez
A veces pienso en Anna. Pienso en su perpetua sonrisa triste y en sus ojos tan pintados. Anna no crece. Es eternamente azul, eternamente suave, eternamente dulce. Se sentó en el suelo de los 60. No espera nada. Pienso en ella porque creo conocerla, haber compartido algo. Porque sé a la perfección cómo se arruga su boca cuando hace una mueca, sé cómo llora y por qué, y sé qué forma toma su pelo por las mañanas aunque nunca la he visto despertarse. Sé, por lo tanto, que Anna no piensa en mí y que Jean-Luc tampoco lo hace. Sin embargo, fuimos todos testigos del nacimiento de una nación explosiva, un país tan breve como intenso, un trozo de una historia que no nos pertenece y a la vez es solo para nosotros. Anna Karina y Jean-Luc Godard fueron Francia años 60. Robaron un Alfa Romeo, cogieron el dinero y corrieron, se besaron a quemarropa, y se dispararon en el plano final. Nunca más se supo de ellos.
La belleza de Sodoma: New French Extremism, por Juan Alcudia
Una vez escribí: “Hay películas que no mueren cuando la pantalla se oscurece, sino que salen del cine contigo y se quedan a vivir dentro de ti una temporada. No dejan de hablarte ni un minuto, continuamente te hacen ver y reparar en aspectos de la realidad y de tu propia vida de los que antes no eras consciente. Se instala en ti la desconcertante, incómoda, pero a la vez maravillosa certeza de que lo que acabas de ver te ha cambiado la vida y de que no te abandonará nunca”. He de decir que Martyrs me acompañará durante muchos años, muy a mi pesar.
Puentes suspendidos sobre ríos espejados, por Emilio Toibero
Las palabras, que no puedo no incluir, son éstas: «El último pensamiento de Arthur fue acerca del rostro de Odile. A través de la oscura niebla vio al pájaro de la leyenda india, que al no tener pies nunca descansa. Duerme sobre los altos vientos y sólo cuando cae muerto pueden observarse sus grandes y transparentes alas. Su pequeño cuerpo puede ser sostenido entre las manos.» Este choque entre los sonidos y las imágenes, magistralmente iluminadas por Raoul Coutard, es una de las operaciones más intensivamente utilizadas por Godard en el filme, así como en toda su filmografía, en su búsqueda de desarticular un único significado impuesto para abrir puertas a múltiples sentidos. A instantes irrepetibles que, recordados después de la visión, pueden aproximarse a la sensación que a cada uno le provoca la felicidad.
Margaret Tait. Elogio a lo pequeño, por Elena Duque
A falta de más material me queda, pues, desmenuzar el que tengo a mano. Quizás puedo empezar con los retratos filmados (que además se dejan ver por youtube), pues es el retratar la esencia de una persona a través de algunas imágenes la idea que mejor expresa a qué se dedicaba Tait. A Portrait of Ga (1952) es el retrato de la más bonita y anciana muchacha que se ha visto jamás, que resulta ser la madre de Tait. Una anciana que fuma, baila, pasea, bebe un té, come un caramelo. Una serie de gestos, sonidos y palabras que dan una idea justa de la clase de persona ante la que nos encontramos. En palabras de la escritora escocesa Ali Smith, “Un largo plano de su madre, desde atrás, casi corriendo, casi bailando por un camino rural bajo un arcoiris grisáceo es, a la milagrosa manera de Tait, tan cotidiano y tan natural como para dejar a quien lo contempla renovado y sabiendo de nuevo lo que es, simplemente, estar vivo”. Por su parte, Hugh MacDiarmid, A Portrait (1964), es una semblanza del poeta escocés MacDiarmid, una forma de regresar a alguien apodado “el león de Escocia” a su nivel primario, para encontrarnos con los vestigios del MacDiarmid niño/adulto que camina por el borde de una acera.
Aaron Katz: “Back to Mono”, por Mónica Jordan
Aaron Katz se preocupa por todas esas emociones flotantes y les otorga en sus películas algo más que la condición de glosa que les hacemos jugar en nuestras vidas. A través del encadenamiento de esas pequeñas confesiones de sinceridad, el director modula un discurso de la sencillez y la transparencia, desde su puesta en escena con un montaje sencillo y efectivo y una dirección clara y despojada de artificios, hasta un guion literario cosido a retazos de conversaciones “de lo banal” y una música minimalista tan evocadora como directa. Ese desnudo formal acompaña el proceso de abertura de unos personajes que, en su honesta sencillez, acaban por funcionar para el espectador como aquel ángel que lograba que James Stewart recuperara la esperanza en ¡Qué bello es vivir! Si el cine a menudo nos permite reinterpretarnos a través de la figura del otro, observarnos en sus decisiones y actos para hacer el picado que permita la introspección personal de una manera menos punzante e hiriente, más curvada, las películas de Aaron Katz nos llevan con sus títulos de crédito a deshabitarlas para habitar nuestras vidas incluso en sus más pequeños instantes.
Imágenes: Francisca Pageo. Cosas varias: Óscar Brox, Juan Jiménez García.