Recuerdo que Dennis Cooper decía que jamás podría escribir nada sobre Robert Bresson porque lo admiraba demasiado. Lo descomunal de su obra y de su figura tenía literalmente el poder de enmudecerlo. A mí me pasa algo similar con David Lynch. 

Recuerdo que Georges Perec escribió un libro que se titulaba Je me souviens, y que en una nota insertada al principio reconocía que tanto el título como la forma de ese libro los había tomado en préstamo de Joe Brainard -entre artistas se dice así: uno “toma en préstamo” u “homenajea”, no “roba”, y mucho menos “plagia”-, que a su vez había publicado pocos años antes otra obra titulada I remember. Recuerdo que, hace un rato, mientras pensaba cómo sortear el problema del enmudecimiento ante el ídolo, he sentido gran alivio al acordarme de Brainard y de Perec. Los oulipianos como Perec sabían bien que las trabas que nos imponemos para guiar la escritura son el mejor antídoto contra los bloqueos y el horror al vacío de la página en blanco.  

Recuerdo la primera vez que vi Terciopelo azul en el cine. Esa sala, como tantas otras, ya no existe. 

Recuerdo que hace algunos años, más o menos una década, me invitaron a participar en una velada literaria sobre lo insólito con otros tres escritores. La organizadora, que sabía de mis querencias lyncheanas, me propuso hablar de Cabeza borradora, el primer largometraje de Lynch. “¿Qué es Eraserhead?”, era la pregunta a la que debía dar respuesta. Yo construí un breve alegato contra la interpretación en clave simbólica de la película y exhorté al público a dejarse llevar por el misterio.  

Recuerdo que también participé en un libro colectivo sobre Twin Peaks. Allí decía que Lynch me debía un almuerzo porque en el festival de Cannes de 1992, cuando un periodista le confesó que no había visto la serie pero le había gustado mucho Twin Peaks: Fuego camina conmigo, Lynch le respondió: “Fantástico. Podemos quedar a comer después”. Yo aún confío en que algún día podamos vernos para almorzar y que lo hagamos en el Caesar’s Dinner, en Gardena (California). Ya se sabe: “In heaven, everything is fine”.  

Recuerdo que en el texto para ese libro utilicé una cita de Atrapa el pez dorado como epígrafe. Decía: “No sé por qué, pero entrar en un cine y que se apaguen las luces es mágico. Se hace el silencio y luego se abre el telón. Rojo, tal vez. Y entras en otro mundo”.   

Recuerdo un entramado de telones rojos, un círculo de sicomoros en el corazón del bosque, una cordillera de líneas quebradas en el suelo, el hongo atómico y un montañero calcinado, como Papá Noel en pleno holocausto nuclear, pidiéndome fuego al otro lado de la ventanilla del coche. “Gotta Light?”. 

Recuerdo el baile de Audrey en Twin Peaks, y también el del enano. Y la música de Badalamenti, por supuesto. 

Recuerdo que Jennifer, la hija de David Lynch, le cortó los brazos y las piernas a Audrey y la metió dentro de una caja, y que escribió los diarios apócrifos de Laura Palmer. 

Recuerdo a Badalamenti escupiendo el café en una servilleta. Las miradas aterradas a su alrededor.  

Recuerdo a John Hurt, bajo la máscara deforme de John Merrick, acosado por la masa y gritando “I’m a human being! I’m a human being!”. Y recuerdo que me pareció uno de los momentos más conmovedores de la historia del cine. (He de confesar que, ahora mismo, solo con recordarlo, me vienen lágrimas a los ojos). 

Recuerdo a un viejo atravesando los Estados Unidos montado en un pequeño cortacésped, y el encuentro con su hermano moribundo al final del camino. Su comunión en el silencio. Recuerdo a Harry Dean Stanton convertido en la encarnación misma del hillbilly solitario y áspero, esa especie de anarquista de derechas tan a la americana: el anar-coreta, la respuesta lumpen al aristo-ácrata 

Recuerdo que aquellos a los que no les gusta el cine de David Lynch suelen decir que esas dos películas, El hombre elefante y Una historia verdadera, son, de su filmografía, las dos únicas que se salvan. Pues vale. 

Recuerdo que, después de ver Corazón salvaje, mis amigos y yo, cada vez que íbamos a mear, decíamos aquello de “¿Quieres oír el auténtico sonido de Bobby Peru?”, o bien “Escuchad el auténtico sonido de Bobby Peru”. Recuerdo que, con el tiempo, el chiste fue perdiendo su gracia. 

Recuerdo a Nicolas Cage con la nariz hinchada y cárdena como una berenjena y a la Bruja Buena del Norte flotando sobre su cabeza dentro de una burbuja.  

Recuerdo el pelo de Patricia Arquette incendiado por la luz de los faros de un coche en medio del desierto. El éxtasis ralentizado mientras se escucha Song to the Siren de This Mortal Coil. Recuerdo a Robert Blake en la misma película, con la cara maquillada como un mimo salido del infierno, que durante una fiesta le propone a Bill Pullman que telefonee a su a casa –a la de Pullman- para comprobar si él –Blake- está allí en ese momento.  

Recuerdo a una niña recitando el alfabeto en sueños, y lo desasosegante que me parece. 

Recuerdo que el tiempo se enrosca, se sale de sus goznes en el cine de David Lynch. Recuerdo, por ejemplo, el comienzo de Inland Empire. 

Recuerdo el sonido de las sirenas fabriles en Cabeza borradora y en El hombre elefante. 

Recuerdo a David Lynch hablando con un mono que hablaba, y también lo recuerdo sentado junto a una vaca en plena calle. Y con un puñado de peluches del Pájaro Loco, pero en un sofá. 

Recuerdo cómo me gustaba el modo en que David Lynch gesticulaba al hablar, ese modo de ondular los dedos como si estuviera tratando de hipnotizarte o intentando atraer algún tipo de fuerza de naturaleza misteriosa que solo él conocía.  

Recuerdo a Dennis Hopper gritando “¡Voy a follarme todo lo que se mueva!”, a Dean Stockwell cantando en playback la más bella versión del In Dreams de Roy Orbison que se haya hecho jamás y a Isabella Rossellini, desnuda, nocturna y vapuleada, diciéndole a Laura Dern: “Ahora llevo su semen dentro de mí”, refiriéndose a Kyle MacLachlan. Aunque durante años yo siempre creí que decía “su VENENO dentro de mí”. También recuerdo que prefería mi versión y que, cuando descubrí mi error, pensé que por una vez era Lynch el que se había equivocado y no yo. 

Recuerdo el asco que me producía el barón Vladimir Harkonnen en Dune. 

Recuerdo que durante un tiempo me levanté canturreando Good Day Today, una canción suya: “I wanna have a good day today / Good day today / So tired of fearing, so tired of dark / So tired of fearing, so tired of dark”. Recuerdo que también me gustaba cantar In Heaven, pero a la manera de los Pixies. 

Recuerdo que Steven Spielberg eligió a David Lynch para interpretar el papel de John Ford en su película autobiográfica Los Fabelman, ficticia como toda autobiografía, y que la elección me pareció no solo un acierto, sino una humorada cargada de ironía y malas intenciones (¿se puede ser malintencionado sin quererlo?): el más posmoderno de los cineastas interpretando a la personificación misma del clasicismo cinematográfico. Lynch se despidió del cine hablando de la posición ideal que debe ocupar el horizonte dentro del plano. “Sooo beeeautifuuul!”. 

Recuerdo a un hombre sobre un escenario anunciando que esta noche no hay orquesta (“There is no band!”) y a Rebekah del Río llorando por tu amor en un teatro en silencio. “Silencio. No hay orquesta”. Recuerdo una cajita enigmática, y Belle de Jour de Luis Buñuel. 

Recuerdo que Hollywood en Mullholand Drive es como el país de Oz, solo que aquí la cosa no acaba bien y Dorothy nunca regresa a su hogar en Kansas.  

Recuerdo que en El perro más cabreado del mundo la noche siempre caía abruptamente en la cuarta viñeta. 

Recuerdo que en Arles le hice una foto a una foto de Lynch que me encontré pegada en un muro. Recuerdo esa luz. 

Recuerdo muchas otras cosas, porque voy sumando años a mi vida con Lynch, pero también recuerdo que Michi Panero decía que lo peor que hay en esta vida es ser un coñazo. 


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