De entre los nombres que ayudaron a construir la época dorada de Hammer Films fue Jimmy Sangster, junto a Anthony Hinds y Terence Fisher, uno de sus mayores activos. A través de una hábil revisión de la literatura gótica, cuyos resultados pueden rastrearse en filmes como Drácula o La maldición de Frankenstein, condujo a los arquetipos del fantástico hacia una nueva expresión, turbia, irónica y, ante todo, profunda, que capturase con precisión de cirujano el malestar de la época.
Fruto de esa mirada incómoda, la secuencia de apertura de The revenge of Frankenstein se erige en epítome del estilo Hammer. Tras abandonar, en el primer jalón de la serie, al Barón Frankenstein camino del cadalso; la secuela retoma la acción en esa breve travesía. Mientras aguarda la guillotina, se produce un cruce y posterior intercambio de miradas entre los actores: el cura, que pronunciará una última oración; el verdugo, que prueba el mecanismo para asegurar su fiabilidad; el deforme, que escolta a los dos hombres hacia la plataforma; y Frankenstein, que aguarda el final. Todos, a excepción del cura, cruzan su mirada y, justo antes de que la cámara se eleve hasta encuadrar la hoja de la guillotina, una última mirada entre verdugo y contrahecho confirma lo que el posterior off visual escamoteará: la víctima del cadalso no será el Barón.
Ya el primer episodio de la serie manifestaba con claridad meridiana un conflicto inevitable: en un mundo donde rige la ambición por el progreso científico, no hay lugar para la fe religiosa. Así el silencio final del sacerdote que escucha el relato del Barón Frankenstein. Sin embargo, este segundo filme expresa, con total rotundidad, que no hay espacio ni tan siquiera conflicto posible, eliminando al sacerdote de la escena y, al mismo tiempo, vulnerando cualquier rasgo de piedad y bonhomía en la galería de personajes que se presentarán a continuación. En una historia que narra las tentativas de un hombre por superar a Dios, hay que reconocer el mérito de Sangster en su precisa descripción de la podredumbre de ese microcosmos moral, anticipando el inexorable fracaso del moderno Prometeo encarnado por Frankenstein.