Nacido en Boston, en 1977, a Andrew Bujalski se le suele definir como el padrino del Mumblecore -a pesar de que, como a todos, le desagrade la etiqueta-, ya que rodó su primer largo, Funny Ha Ha, en 2002, varios años antes que la mayoría de sus colegas de generación; y también, en expresión del periodista David Edelstein, como el poeta de lo emocionalmente paralizado. Quizá porque en su cine, más que en el de otros, el tiempo se detiene sobre unos personajes sin futuro (o sin futuro aparente) para captar con precisión todas sus imprecisiones, su existencia emocional y sus inacabables diatribas sobre la vida. Porque Bujalski, que tuvo a Chantal Akerman de tutora universitaria y de objeto de tesina, tiene a John Cassavetes como ejemplo a seguir.
“Mi intención es emocionar al espectador. Lo fundamental son los personajes. El buen cine tiene la virtud de enseñarnos a mirar el mundo. Y me interesa lo que me resulta cercano. Por eso, me sorprende que la mayor parte del público estadounidense esté más interesado en historias alejadas de su experiencia personal” (señalaba en una entrevista reciente). Los 16 mm. y el grano de la imagen dibujan un paisaje emocional en los rostros tensionados de sus personajes, un lugar donde poner en común sus sentimientos de, generalmente, pos-universitarios de clase media sin aspiraciones elevadas y con pequeños trabajos para salir del paso. Sentimientos que, a pesar de todo, no evitarán los finales in media res, faltos de piedad y abruptos, con los que Bujalski cierra sus ficciones, abandonando toda esperanza de que realmente haya una conclusión para los problemas de sus criaturas, y de él mismo.
Quizá el mumblecore según Bujalski sea el último reducto para mantener la confianza en un cine independiente que ha diluido sus esencias en sus eventuales contratos con las pequeñas filiales de las grandes empresas del entretenimiento. Al final, los nuevos paraísos virtuales avanzan anulando los problemas cotidianos en su despliegue de efectos visuales, y los problemas del despertar a la madurez son narcotizados por las versiones burguesas de la comedia y el drama de gran estudio. Por eso, a las historias mínimas de Bujalski, incómodas y a la vez cercanas, parece que les cuesta encontrar un espectador que ya no se sitúa en la órbita de un cine independiente agarrotado en su denominación indie, para el que los ejercicios de honestidad de Bujalski y compañía no tienen tanta cabida como sería de esperar.
A diferencia de Aaron Katz o Joshua Safdie, la obra de Andrew Bujalski permanece inédita en dvd y sólo La casa encendida programó el año pasado Beeswax, la película más reciente dirigida por Bujalski. Hasta que este hueco en la distribución/edición se cubra, podemos decir que descubrir su obra sirve para contemplar pequeños retazos de vida, y nada más, que pasean sus amores y sus problemas, su convivencia y sus emociones ante nuestra mirada, buscando en el espectador la capacidad de conmoción ante una vida y unas preocupaciones que no se distancian tanto de las suyas.