Autorretrato, de Édouard Levé (Eterna cadencia) Traducción de Matías Battistón | por Óscar Brox
Cuesta eludir la frontalidad, casi hiriente, de determinados textos cuando se conocen las circunstancias biográficas de sus autores. Es el caso de Levantar la mano sobre uno mismo, de Jean Améry o Suicidio, de Édouard Levé, que inciden con calma y detalle en el acto de quitarse la vida. Los surcos de esa decisión, sin embargo, son lo suficientemente profundos como para manifestarse en obras anteriores. Así, en Améry el conflicto entre revuelta y resignación ya aparece en su primera novela de juventud, Los náufragos, mientras que en Levé la sombra de su futura desaparición late en cada palabra de Autorretrato. Quizá al primero le tomó más tiempo, tras la experiencia imborrable de su paso por los campos de concentración, levantar la mano sobre sí mismo. De ahí, en parte, que la escritura de Levé sea, más que un presagio sobre su destino negro, una serie de impresiones a propósito del inevitable paso del tiempo. De la vida. De las cosas que han sido, que han dejado ser o, simplemente, que no podrán llegar a ser.
Autorretrato es, como las obras de Perec y Joe Brainard, un trabajo de paciencia literaria. La memoria reconstruida a partir de las impresiones, importantes, ordinarias o infraordinarias, recabadas con el paso de los años. Frases cortas, pensamientos aislados, que a menudo se concatenan en pequeños bloques que, quizá, alumbran directamente las complejidades de Levé. Su vida como pintor, como fotógrafo y, ante todo, como humano. Sus aspiraciones, sus temores, sus recuerdos, todo ello como notas al margen aglutinadas a diario. Fruto de la observación, de los cambios y de las sacudidas de la propia vida. Historias de mujeres, de familia, de lugares visitados, de creación y de amargura. De incertidumbre y de recelo con respecto al futuro. A ese futuro al que tantas veces apela, tan lejano y en ocasiones tan cercano, desde su imaginación. O desde el poso que le deja su presente. Desde sus intuiciones. Cómo será dentro de varias décadas, qué sucederá cuando se haga mayor.
Es difícil determinar hasta qué punto las vivencias condensadas en Autorretrato funcionan como refugio para un pasado en fuga (como en Perec) o como síntesis de una vida fugaz y creativamente intensa (como en Brainard). Tal vez el motivo sea la velocidad con la que Levé parece escribirlas, esa sensación de pesadez que se deja notar en sus páginas, la eterna vacilación que conduce a su autor a valorar hasta qué punto es interesante, cuando no significativo, todo aquello que está volcando sobre la hoja. Y, por consiguiente, hasta qué punto es significativo ese Yo abierto en canal desde la escritura. Los hilos que entretejen la vida de Levé hasta en sus momentos insignificantes y los hilos que apuntan hacia un futuro incierto.
Futuro, fracaso, fragilidad. Las palabras de Levé hablan de las primeras cosas, de las experiencias iniciáticas y del olvido que las envuelve en la bruma del tiempo. Que, en fin, las convierte en segundas, en terceras, en numerosas experiencias sin el fulgor especial de aquellos momentos. Ni para bien ni para mal. Con esa tristeza que llama a las cosas por un mismo nombre. Que borra todo indicio de autenticidad. Que machaca, concienzudamente, ese sentimiento de haber pasado por lo importante para permanecer en un momento de parálisis e incertidumbre. De ahí, pues, que este Autorretrato no refleje miedo, tal vez ni siquiera agonía, sino más bien la conciencia de un final. De un final prematuro, sí, pero posiblemente esperado. Palpado entre líneas, en la concatenación de reflexiones que enlaza Levé. De momentos álgidos, de instantes irrepetibles, de días felices y días infernales, de días que no volverán a repetirse. Y que, precisamente por ello, nos condenarán a echarlos demasiado en falta. Bajo esa misma convicción con la que su autor cierra el recuento de experiencias, tras tocar tangencialmente la muerte voluntaria de un amigo (antes de que Suicidio se explaye al respecto): El día más hermoso de mi vida quizá ya pasó.
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