Fatídica, de Jean-Patrick Manchette (Navona) Traducción de Joachim de Nys | por Óscar Brox
Admitámoslo, Jean-Patrick Manchette pasó por el polar con la fuerza de un tren de mercancías. Y es que pocos autores han sido tan hábiles a la hora de combinar un dominio total de la narración con una exposición despiadada de las flaquezas morales e ideológicas de su tiempo. En efecto, el noir, de McCoy a Malet, fue el refugio perfecto para articular el discurso sobre una sociedad agonizante, la de posguerra o la de los años de la depresión, que tomaba forma a través de sus eslabones más débiles: perdedores, buscavidas, ladrones, asesinos, detectives y policías sobornados. Pero en la obra de Manchette todo ese poso, llamémosle clásico, adquiría una rabia y una energía insólitas. Siempre al límite, siempre en el filo. Con personajes sucios y amorales, impotentes y salvajes, perdidos en una eterna tormenta interior que, a la postre, dibujaba desde sus sensaciones las turbulencias de una época políticamente inestable. En la que las revueltas izquierdistas, cuando no los ataques contra las jerarquías conservadoras de toda la vida, reflejaban el estado de las cosas.
Fatídica es ese penúltimo peldaño (a Manchette aún le queda reventar las costuras del género con Cuerpo a tierra) en la obra de su autor. Una novela en la que los postulados behavioristas dictan cada detalle del modus operandi de su protagonista, construido matiz a matiz, elemento a elemento. Sin prácticamente diálogos ni pensamientos; solo acciones. Así, tenemos a una mujer. Una mujer en un entorno burgués protegido por las mentiras y delitos de aquellos que ostentan el poder. Impune, a simple vista, pero realmente frágil, puesto que todo conservador es naturalmente pragmático y la fuerza de la manada no tarda en descomponerse cuando lo que está en juego es la supervivencia individual. Manchette describe ese ambiente con sorna y malicia, como una gigantesca carcasa vacía que ya no puede ocultar su podredumbre. El hedor que rezuma su amoralidad. Esa sensación de que, tarde o temprano, las capas más bajas conseguirán pasar por encima. O, como mínimo, desnudar sus debilidades. Enfrentar al grupo de burgueses a la imagen deformada que proyectan sus traiciones, rencillas y malas artes.
Como en El discurso del método, como en Nada, como en la futura Cuerpo a tierra, la burguesía viste el disfraz más grotesco de la sociedad. Y sus acciones, en fin, subrayan esa condición hasta la náusea. O hasta el primer espasmo de violencia, siempre desbordante en la prosa de Manchette, que barre con fuerza el orden de las palabras hasta convertir sus relatos en una pesadilla sin final. En ficciones tan desbocadas que sus protagonistas acaban sumidos en la locura, convertidos ellos mismos en guiñapos de feria devorados por aquello que más les aterroriza. Fatídica no es una excepción, al contrario. Su autor ejecuta la venganza de su protagonista femenina con tal delectación que, una vez la historia explota en mil pedazos, se tiene la sensación de que desde la primera página no hemos hecho otra cosa que caer a un abismo sin fondo. A una alucinación de sangre y destrucción, de ricos y degenerados que se machacan unos a otros para intentar quedar con vida, ahorrar ese último aliento y continuar. Esos contra los que Manchette dispara con agrado sus balas, mientras nos habla de las diferencias de calibre, los agujeros que dejan en los cuerpos y el desagradable ambiente de hedonismo y bochornosa indiferencia que describe la vida en lo más alto de las estructuras sociales.
Si David Goodis vivía enganchado al turbio ambiente de una Philadelphia sombría, Jean-Patrick Manchette no podía desembarazarse del aire pútrido de la corrupción moral de Francia. De esa sensación de que la izquierda, de que cualquier revuelta, fracasaba estampada contra el muro de sus ilusiones. Deslustrada por la fuerza con la que los tentáculos del Poder se agarraban a la sociedad. Por eso sus novelas no son tanto nihilistas como atrozmente realistas; radiografías de un sentimiento de derrota, de una energía, que frente a la resignación oponía la misma locura. La nada. La destrucción. Fatídica es eso mismo. La nada. La nada que queda tras la violencia más loca, llevada hasta el paroxismo. La nada que dibuja su protagonista, asesina o vengadora, tanto da, mientras se sumerge, malherida, en el fondo de su pesadilla. La rabia. El fracaso. El deseo de anarquía. Los personajes convertidos en sensaciones, en cuerpos que se revuelven a cada párrafo para intentar sobrevivir. Cueste lo que cueste. Caiga quien caiga. Aunque su destino sea, inevitablemente, la nada.
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