La gente del abismo, de Jack London (Gatopardo) Traducción de Javier Calvo | por Óscar Brox

Jack London | La gente del abismo

Si hubiese que comprimir en un solo objetivo la obra de Jack London, este sería el deseo, radical e inalterado, de contemplar lo salvaje. Su llamada a orillas de un archipiélago ignoto, en los ritos de una cultura desconocida que la prosa de London descubría en su mezcla de crueldad e inocencia. A cubierto de la civilización. En un tiempo, tal vez, de aventuras que llevaba a los Melville y Stevenson a surcar los mares en busca de esos últimos lugares preservados del influjo de este mundo. Algo de esa mirada permanece en su ensayo La gente del abismo, escrito un poco antes de algunas de sus obras mayores, a partir de su experiencia en la Inglaterra devastada por la pobreza y el desamparo. En él, las descripciones etnográficas de London, que rastrea cada ápice del East End de Londres para exponer las condiciones inhumanas que padecen sus habitantes, se codean con una reflexión de fondo en la que su autor pone de manifiesto la preocupante deriva emprendida por la Civilización. O cómo las etapas previas marcadas por revoluciones sociales e industriales no han repercutido sobre el pueblo con una intención benéfica, sino agrandando todavía más la brecha entre estratos. Hasta conducir a la agonía a una parte de la sociedad, hundida entre la mendicidad y la precariedad de los salarios.

London se abisma, nunca mejor dicho, en los callejones de la ciudad. Las caras abotargadas por el alcohol, la indiferencia con la que todo sucede y la violencia que despierta el trato por parte de las instituciones protagonizan la mayor parte de sus capítulos. Episodios de un viaje interrumpido, tan pronto el mismo London se concede una pausa en la investigación ante la avalancha de situaciones con las que le cuesta bregar. Y es que, en su tono panfletario y polémico, La gente del abismo es una obra que pretende la sacudida, la reacción visceral del lector ante el paisaje deprimente que retrata cada callejuela, cada desgraciado que cruza por la página para dejar una pizca de su vida miserable. La comida podrida, los catres reventados por los insectos, el frío que invita a mover el cuerpo por la noche, las prácticas del Ejército de Salvación, el alcoholismo irremediable, las tentativas de suicidio para acabar con las penurias… London profundiza hasta sumergirnos en ese entorno frágil y, en ocasiones, terrorífico. Abandonado. Juzgado por las miradas condenatorias de las otras capas sociales, de aquellos que no esperan nada a cambio. Solo que las barriadas pobres contengan, con una especie de dique invisible, la enfermedad.

Ellos, sus rituales, ese otro aprendizaje vital que proporciona la calle, ocupa gran parte del libro como si perteneciese a la documentación a propósito de una tribu recién descubierta. O, mejor dicho, a la sintomatología de esa enfermedad que se acentuaría con la crisis: el hambre. Como sucedía en las memorias del escritor Tom Kromer, el hambre en tiempos de la Depresión significa un terror tan acerbo, tan extremo, que solo se puede palpar en las caras vacías de los que la sufren. En el rosario de pústulas, caries, heridas y dolores que London expone con frialdad y, al mismo tiempo, apasionamiento. Con ese acento polemista con el que pretende llamar la atención del lector. Llevarle al otro lado, hasta esa realidad. Contagiarle el hedor de los comedores, de los catres compartidos y del frío brutal de esas horas previas a cuando rompe la mañana. Para hacerle ver, para hacernos ver, cómo los mecanismos del Estado, el llamado proceso civilizatorio, ha fomentado una brecha tan tremenda entre las personas. Tan agresiva como para llevar a la muerte, a la desazón o a la tristeza infinita a aquellos que solo pueden conformarse con el rancho del comedor social mientras los peniques escasean en el bolsillo remendado.

A diferencia de América, los vagabundos de Londres no invitan a pensar en el tiempo de aventuras con el que, quizá, London caminaba predispuesto. De aquellos marinos que se enrolaban en un mercante con lo puesto en busca de un nuevo mundo. O con los buscavidas que no paraban quietos mientras la vida, en definitiva, se abría camino. No, La gente del abismo es una crónica despiadada, un estudio sociológico en el que hombres y mujeres tratan de sobrevivir al rodillo opresor que supone el estado de las cosas. En el que la vida se cifra en lo más nimio, en lo más insignificante, en rostros que vienen y van, que desaparecen sin dejar rastro, mientras su autor apunta nombres y circunstancias en su periplo. En esa gente ahogada, vencida por la época, cuyos límites marca el final del East End. Para esa gente para la que Inglaterra es el infierno de los pobres.

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