Hambre a borbotones, de Álber Vázquez (Expediciones polares) | por Óscar Brox
De un tiempo a esta parte, la novela negra se ha perdido entre policías nórdicos y tramas diseñadas para rellenar las estanterías de los grandes almacenes. Artefactos, en definitiva, sin alma, que se deshacen en nuestra memoria a medida que avanzamos hacia la última página. Que no inquietan ni tampoco aprovechan esa acumulación de bajas pasiones que siempre, en el momento menos pensado, están a punto de explotar. Y eso que la realidad es más negra que nunca. Negrísima. Corrupta, sórdida y visceral. En cierto modo, este preámbulo le viene como un guante a Hambre a borbotones, de Álber Vázquez, en tanto que todos y cada uno de sus capítulos se revuelven contra las convenciones y los automatismos del género. Con la rabia y la alegría del escritor que aprovecha cada palmo de su novela para llevar al límite el argumento, para dibujar y desdibujar a personajes y situaciones, y para reflexionar sobre las contradicciones de la naturaleza humana.
Como señala el propio autor, Hambre a borbotones coloca en la Thermomix un batiburrillo de referencias. No en vano, la novela está protagonizada por una familia de caníbales que regenta una sofisticada galería de arte, un príncipe azul que no puede reprimir sus tendencias homicidas y un artista abstracto de pasado turbio, el policía old fashioned que intenta darles caza y una pareja de secuestradores tan estúpida como carente de escrúpulos. Ah, y también un mulato ciego que cualquiera imaginaría sacado de una novela de Chester Himes. Y es que, como el autor de Empieza el calor, Vázquez entiende el noir como una experiencia que se vive, que palpita en cada página, hecha de sangre, sudor y sexo, descarnada y deslenguada, que pasea al lector por el lado oscuro de su intimidad. Que sacude y violenta, a base de lanzar a la cara (sin disimulo alguno) toda esa colección de imposturas que describen la vida moderna. En muchos aspectos, Hambre a borbotones parodia la sofisticada vacuidad del mundo contemporáneo -véase su despiadado retrato del microcosmos del galerismo y las exposiciones artísticas-, así como ese grado de desapego que parece alentar la búsqueda de nuevos estímulos para reconectar con nuestro alrededor.
Hambre a borbotones narra, también, unas cuantas historias de amor. La de Clara Bachiller y Enrique Castresana, capaz de atravesar la propia piel para sellar el vínculo más sólido posible entre ambos; la de Alicia Bonet y Víctor Soldado, circunscrita al perímetro del cuello de la primera; o la de Ismael Bonet, cada vez que el ansia por comerse a sus víctimas no le impide enamorarse de la mirada almendrada de alguna de ellas. Porque, al final, el único amor que sobrevive es a la carne humana almacenada en el frigorífico, al raro sabor de la sangre entre los dientes, al éxtasis que une el canibalismo con cualquier otra cosa. El sabor del vicio, ese gusto estético que Vázquez inyecta en cada escena -generalmente, con Clara como epítome de esa identidad caníbal-, en los encuentros apasionados entre sus personajes y en la sinuosa trama que se despliega a medida que las diferentes líneas argumentales conectan unas con otras. Cuando el policial de toda la vida entrechoca con el noir más furibundo o cuando el diálogo más procaz barniza la reflexión más sofisticada.
Lo cierto es que en Hambre a borbotones lo de menos es saber si Víctor reprimirá sus ganas de estrangular el cuello de Alicia o si los protagonistas hallarán el lugar en el que se encuentra retenido Ismael. Uno tiene la sensación de que es su autor el auténtico caníbal de la historia, entregado a devorar cada palabra y cada personaje con un entusiasmo envidiable. Así hasta convertir el ficticio pueblo de Centenario en un mapa mental en el que glosar sus filias y fobias, lecturas e inspiraciones, momentos geniales y, en fin, esa energía desbordante que parece imbuir a su escritura. Por eso su novela tiene ese ritmo pegadizo del rock, ese aliento que pasa de un capítulo al otro a velocidad endiablada, recorriendo los recovecos de la historia como si te persiguiese el síndrome de abstinencia. Por eso, Hambre a borbotones es al mismo tiempo una buena novela negra y una excelente parodia del noir contemporáneo. Porque nunca deja de sacudir el polvo de cada referente, de tocar cada tecla en busca de otra melodía y de acercarse a las situaciones más manidas con ganas de efectuar una vuelta de tuerca. Recuperar el punch perdido y la gracia olvidada. Y es que, en el fondo, todo esto tiene un punto autobiográfico, de autorretrato del autor decidido a plasmar la pulsión que lleva dentro. O dicho de otra manera, a contarnos a qué sabe el vicio.
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