Empieza el calor, de Chester Himes (RBA) Traducción de Martín Lexell, Manuel Abella Martínez | por Juan Jiménez García
Octava entrega de la serie protagonizada por Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones (sobre diez, aunque la última esperó largo tiempo su momento), Empieza el calor es otro de esos momentos importantes, vamos a decir gloriosos, de la narrativa de Chester Himes. Habría que preguntarse de qué hablamos cuando hablamos de una novela de Himes. Lo fácil sería decir que es novela negra y lo justo es que son novelas de negros. Unas novelas que solo podrían ser escritas por un negro y, además, un negro que hubiera vivido una vida como la suya. Igual que Ataúd y Sepulturero son unos protagonistas con aires de secundarios, capaces de desaparecer durante la mayor parte de la obra (aunque aquí estén más presentes que en otras), el noir es simplemente un fondo, una forma si se quiere, para poder mostrar en su mayor intensidad Harlem. Harlem como cosmogonía, como reducto que no se puede abandonar, que no puede ser abandonado y ni tan siquiera atravesado. Es la patria de los negros, el lugar donde está todo lo odioso. Todo lo odioso de lo que se niegan a escapar y en lo que participan activamente. Con furor incluso.
Todo empieza con una conversación callejera entre un negro enano y un negro albino de tamaño gigantesco (de nombre Pinky). El último insiste en que van a matar a su padre y en el concepto de amistad, pero el primero no quiere saber nada de nada, ni de una cosa ni de la otra. Entre tanto ajetreo, aparece la policía, y entre la policía, Ataúd y Sepulturero. El negro enano, que ya se lo temía, no puede por menos que tragarse la droga que lleva encima, y los métodos de nuestros dos policías para restituirla a la sociedad son expeditivos, lo cual les lleva a sufrir ciertos problemas de incomprensión. Retiradas las armas, los dos recorrerán el barrio peligrosamente, como dos negros más, en busca de ese padre (y lo que esconde).
No son los únicos. Su mujer, el propio Pinky, un misterioso africano, un perro inmortal y la pareja formado por la vieja Hermana Celeste y su mayordomo ex amante Tío Santo, un heroinómano más. La Hermana Celeste acoge bajo su apariencia religiosa (los predicadores en la obra de Himes merecen un estudio aparte) toda un negocio de venta de drogas. Pero la Hermana Celeste es ambiciosa (delirantemente ambiciosa) y de allí donde huele algo de dinero no hay nada que la aparte, mientras que Tío Santo tiene otros planes más explosivos, rumiados durante años de humillaciones serviles.
Eso sería lo grotesco. En Himes lo grotesco lo es todo, porque la vida es grotesca y los humanos más grotescos incluso que la vida. En Harlem las únicas ocupaciones reconocidas son desconfiar de los blancos y ganarse la vida. Ganarse la vida es un concepto muy amplio en el que todo está permitido y bendecido por el Señor. El Señor, además, es un tipo al que se puede recurrir para ganar dinero. Después de todo, siempre hay alguien más idiota que tú. El problema es que eso incluye a uno mismo. En todo caso, en Empieza el calor la vida será algo de lo que te puede reír, pura animalidad, pero también puede ser terriblemente amarga, con esos asesinos desquiciados que atravesarán Harlem, también en esa enloquecida búsqueda, dando uno de los momentos más oscuros y abrasivos de la serie.
Chester Himes es ese escritor que mira. Que mira un mundo que no se cae a pedazos porque ya está hecho pedazos, que no se hunde porque ya está hundido, que no teme nada porque no tiene nada que perder. Un Harlem apocalíptico y resignado, de negros para negros, ocupados en sus cosas, movidos por oscuros códigos, genéticamente modificados para sobrevivir a toda costa y más allá de las circunstancias. Y esto vale para cualquiera, policía o ladrón. La Hermana Celeste será ese personaje emblemático que reunirá todo, como un enorme y viejo tarro de esencias. Y Empieza el calor, su libro de oraciones.
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