Perros de paja, de Gordon Williams (Mármara) Traducción de Susana García | por Óscar Brox
Sam Peckinpah decidió rodar su adaptación de Perros de paja en un momento en el que el cine se preguntaba si debía tolerar que la violencia se reflejase de una manera tan gráfica, directa y descarnada en las películas. Como sucede con las primeras líneas de la novela de Gordon Williams, parece que hay una especie de contrasentido en esto. Una sociedad que ha vivido la primera misión tripulada a la luna, que se jacta de abanderar las últimas conquistas tecnológicas y humanísticas, no debería retroceder hasta sus más bajos instintos. No debería actuar como una jauría de perros rabiosos, cegada por la intensidad de unas pasiones humanas -la vergüenza, la soledad, la ira, la mala fortuna- que solo puede mitigar desde la llamada a la violencia. Y, sin embargo, las máximas morales que nos proporcionamos para tratar al prójimo no son suficientes. No cuando nos llega el olor de la sangre, del sexo o del terruño. Cuando, vulnerados y heridos, concentramos todo el sentido del mundo en la fuerza bruta de nuestras manos. Cuando nos descubrimos demasiado humanos, sin el bozal que el progreso coloca para protegernos de nuestras flaquezas. Cuando, simplemente, nos dedicamos a devorarnos los unos a los otros hasta el último aliento.
Mientras escribía Perros de paja, Williams era consciente de las desigualdades que entrañaba la modernidad; cómo unos lugares abrazaban el progreso y otros, en cambio, se tenían que conformar con vivir entre tinieblas. Aquella imagen de la campiña bucólica que tanto había acariciado la memoria infantil se convirtió en un pantano de odio enquistado y rencor. En el que las diferencias sociales, un auténtico abismo, despertaban el instinto más primitivo. Un sentimiento de justicia que parecía emanar del mismo Dios como un rayo vengativo dirigido contra aquellos extraños que no formaban parte del entorno. Que provenían de la ciudad, del continente, de cualquier otro lugar que superase en distancia al perímetro de la comarca. Por eso, cuando los Magruder se instalan en la vieja granja de los Trencher, las miradas de suspicacia apuntan sobre esa familia que no pertenece al paisaje de Danto y Compton Wakley. Que no lo ha pasado tan mal, que no sabe lo que es ahogarse en esa realidad mediocre. Que no sabe lo que es sentirse olvidado por el mundo, como si no existiera.
Frente a la horda de lugareños, George y Louise Magruder encarnan esa visión cosmopolita que ha amamantado el pacifismo, la economía holgada y los pequeños triunfos vitales. Sin embargo, la vuelta a los orígenes de Louise dispara un extraño sentimiento en el matrimonio. De pronto, George parece protegerse con un paternalismo heredado de sus costumbres yanquis; su mujer, en cambio, echa en falta un poco más de cuajo, menos indolencia y superioridad intelectual por parte de un George envanecido por sus modales. Incapaz de entrar al trapo, de congraciarse con una fauna que le produce asco. Que, tal vez, despierta en Louise las flaquezas olvidadas que la buena vida americana no ha aparcado del todo. Esa pizca de riesgo que Williams cifra en la aventura que mantiene Louise a espaldas de George. Esa escalada de intensidad entre ambos que, página a página, demanda a gritos un gesto de ira, de violencia y autoridad. Como si secretamente Louise desease convertir a su marido en un macho, en una bestia capaz de zarandear todo ese mar de convenciones en el que se han ahogado. Del que se siente prisionera, como el resto de personajes.
Si los primeros capítulos de Perros de paja exploran esa incomodidad latente en el matrimonio, que se extiende hasta el paisaje devastado poblado de personajes ruines, los últimos convierten esa tensión latente en pura violencia. La desaparición de una niña durante una celebración y el encuentro fortuito de George y Louise con un asesino de niños medio muerto a causa del temporal desencadenan el asedio sobre la granja del matrimonio. Lo que en un principio parece una pugna entre dos frentes, aquellos que pretenden tomarse la justicia por su mano (los lugareños) y aquel que todavía confía en un sentido precario de la justicia (George), deriva lentamente en una brutal cacería de perros rabiosos. Y es que todos los conflictos que Williams ha tocado durante la novela, cada una de las flaquezas con las que ha apuntalado a sus personajes, detonan a la vez. La falta de hombría de George, que siente auténtica repugnancia hacia cualquier clase de violencia, le acaba convirtiendo en una máquina de matar; el rencor por una vida sin futuro del puñado de paisanos de Danto les anima a arrebatar a la fuerza, sin miramientos, aquello que nunca podrá ser suyo; y la insatisfacción de Louise encuentra en ese torbellino de violencia el signo de autoridad que buscaba para recuperar la intensidad de un matrimonio casi naufragado. La llave para salir de la prisión, ese poco de crueldad necesaria para enardecer a su marido y devolverlo al redil.
La incomodidad de Perros de paja procede, precisamente, de su falta de miramientos a la hora de abordar los temas más espinosos. Williams se muestra implacable a la hora de retratar el estúpido paternalismo masculino y esa sexualidad femenina mal entendida que zarandea a su protagonista de un extremo al otro de la moralidad; representa la maldad humana como si se tratase del producto de un lugar abandonado a su suerte por el progreso y dibuja con indiferencia a ese territorio surcado de nevadas y ventiscas que amortiguan con su silencio y su crueldad el ruido de fusiles y huesos rotos. Por ello, la sensación que deja su novela es la de observar el examen minucioso de una condición humana que no había alcanzado la excelencia que predicaba el progreso. Su degradación, su eterno retorno hacia ese atavismo, ese primitivismo, que dirimía cualquier conflicto con el derramamiento de sangre. Hasta que no quedasen fuerzas. Como perros rabiosos dejados de la mano de Dios. Hijos de una violencia que la moral no había aprendido a domesticar. Prisioneros de sus bajas pasiones y de su humanidad.