El policía que ríe, de Maj Sjöwall y Per Wahlöö (RBA) Traducción de Martín Lexell, Manuel Abella Martínez | por Juan Jiménez García
Martin Beck es un personaje curioso. No despierta especial empatía con el lector, no tiene una vida muy atractiva, su vida afectiva es un desastre, su estómago no invita a elevados gustos gastronómicos, no le va el humor y sus relaciones con superiores e inferiores son igual de frías que el tiempo en aquella región del mundo, Suecia. Beck es un policía desapacible, de vida gris y monótona, que solo despierta (a su manera) cuando está con alguna investigación. Y tal vez ni entonces, porque los crímenes en aquel país del mundo, los crímenes que el investiga, suelen ser igual de desapacibles. No es un antihéroe, porque las novelas de Maj Sjöwall y Per Wahlöö carecen de ellos como carecen de héroes. Es un hombre.
En Suecia, ese paraíso soñado, las cosas no son ninguna maravilla. Estamos a finales de los años sesenta y ellos son una pareja de escritores de ideas izquierdistas. Esas ideas atraviesan todos sus libros, de una manera u otra (aunque Jonathan Franzen exagera, y de qué modo, en el prólogo… tal vez sea una cuestión geográfica). Llueve. Nieva. Una noche aparecen nueve personas muertas en un autobús. La matanza es histórica y entre los muertos se encuentra un policía. Pero ¿qué hacía ahí ese policía? Es navidad. Una bonita época para ir de aquí para allá, para que los días pasen sin ningún resultado. Sjöwall y Wahlöö son los grandes creadores de “tiempos muertos” de la novela negra. Sí, todo avanza inexorablemente, aunque se les antoje inmóvil incluso a sus propios protagonistas. Siempre compartimos esa desazón de estar llegando a punto muerto, hasta que algo ocurre, algo mínimo, fruto más del trabajo que de la inspiración.
Mientras tanto, irán desfilando personajes y lugares, empezando por los propios policías. Vidas más o menos gloriosas que discurren con esa frialdad meteorológica. En El policía que ríe la búsqueda es colectiva, y cada cual aporta aquello que mejor conoce. Beck pone su mal humor, Kollberg el oficio de detective, Gunvald Larsson la fuerza bruta, Melander una memoria incapaz de olvidar nada si alguna vez pasó por su vida, aunque fuera fugazmente. Cada cual (y alguno más) intentará resolver un misterio por su cuenta, como una parte de ese misterio más grande encerrado en ese autobús que adelantó su final de línea.
La habilidad de Sjöwall y Wahlöö para sostener una historia cuando no hay historia es turbadora. No necesitan recurrir a la acción, a las falsas promesas, a los diálogos más o menos de compromiso. Ellos recurren a la vida. En un mismo nivel se van colocando todos los elementos: los policías y sus vidas nada gloriosas, los días muertos de la investigación, el tiempo desapacible, con ese frío que se nos mete por la piel, los posibles testigos, que también tienen una vida que contar. Podríamos pensar en algo así como una novela negra sociológica, porque es la sociedad en su conjunto, con un todo no muy articulado, la que se nos muestra, y porque sus casos no dejan de ser anomalías de esa sociedad, como válvulas de escape de un lugar demasiado feliz en apariencia, pero tan sucio como otros en el fondo.
A lo que se enfrenta Martin Beck (y el resto de policías) es a los fantasmas del sueño de un país feliz, en una atmósfera triste llena de vidas apagadas, ahogadas por ese sentimiento de que deben estar orgullosos de estar donde están pero no acaban de encontrar los motivos para ello.