Una vía para la insubordinación, de Henri Michaux (Alpha Decay) Traducción de Álex Girbet y Jordi Terré | por Juan Jiménez García
Entre los misterios literarios de este siglo que nos dejó, Henri Michaux ocuparía un lugar especial. Escritor-enigma, huidizo, hombre-doble, inclasificable. En fin, de nuevo, misterio. Michaux empezó como muchos, vivió como apenas nadie y murió como todos. Empezó en el surrealismo, sin que su obra lograra encontrar un fácil acomodo aun con inquietudes tal vez comunes. Michaux, no quería saber nada de nadie, no era dado a mostrarse, y sus textos, lejos de ser automáticos, eran revisados una y otra vez hasta encontrar su modo. A partir de ahí, lo único que le quedaba era encontrar su camino, y para ello viajó. Lejos. Muy lejos. Fue un bárbaro en Asia, y también llegó hasta Ecuador. Y entonces, el mundo exterior se agotó. A partir de ese momento empezaría su viaje más largo, inconcluso seguramente: su viaje interior. Un viaje interior en el que recorrería otros mundos, hasta hacerle un escritor fantástico (a su modo), y en el que subyacería siempre la búsqueda del otro.
En una fotografía de Claude Cahun, fechada en 1925, aparece Henri Michaux y, también, Henri Michaux. Podríamos pensar en la imagen del doble, pero el tiempo nos devuelve ahora no a un igual, sino al otro. Sobre sus experimentaciones con las drogas, la mezcalina en particular, se ha escrito mucho. Tal vez solo eso, reduciéndolo a un hombre-prueba. El pensamiento común es la búsqueda de la pérdida de conciencia, del automatismo, de provocar, por volver a los surrealistas, el sueño despierto. Es decir, de partir a la búsqueda consciente del subconsciente. Pero un libro como Una vía para la insubordinación, obra tardía, de madurez, de muerte, nos plantea todo esto, desde la imposibilidad de abarcar toda su obra (que nos llegó fragmentada, dispersa, diversa).
El libro se presenta como una reflexión sobre el fenómeno poltergeist (esos sucesos que no parecen responder a nada, en los que subyacen sin embargo unos patrones, y que aun con todo no dejan de ser igual de incomprensibles). Y qué duda cabe que lo son, pero no podemos dejar de pensar que Michaux no buscaba lo pintoresco en este fenómeno (por mucho que una cierta ironía, tan antigua como sus libros de viajes “reales”, impregne sus páginas), sino más bien al otro. De nuevo al otro. Ya no se trata de buscarlo con la ayuda de los alucinógenos, sino en su manifestación a través de unos fenómenos que escapan a la persona y que se convierten en expresión de un rechazo (a la casa, eso que está siempre ahí), un rechazo que se expresa por medios psíquicos capaces de interferir con aquello que nos rodea.
El doble de una persona, el otro, aparece, se hace presente. En palabras de Michaux, ahí dónde esperaban «ángeles», acampan demonios. Hemos llegado al demonio. Al otro. A ese punto en el que Una vía para la insubordinación se encuentra con el escritor francés de un modo íntimo. Se abraza a él. Dice: Quien se adentre lo bastante en sí mismo a duras penas logrará sortear al demonio, sin que podamos dejar de relacionar ese fenómeno con sus propias búsquedas interiores.
En su prólogo a Modos del dormido, modos del que despierta, José Lasaga escribe que, en las pocas conversaciones que dio, siempre explica que en el origen de su voluntad de escritor solo hay frustración. ¿No es acaso es el motivo también del poltergeist? ¿No podría ser Una vía para insubordinación un tratado sobre la escritura, es más, un breve esbozo autobiográfico? La casa, el mundo, el cuerpo, la persona, atrapada. La manifestación, la alteración del orden, la alteración inocente del orden, la escritura. La rebelión inconsciente, la escritura como accidente. Lo inesperado. Michaux siempre buscó una escritura clara, despojada, que no necesitara de ninguna interpretación, de ningún crítico, de nadie, más que un lector. El otro. Dejémoslo ahí.