Apaches. Los salvajes de París (La Felguera) | por Juan Jiménez García
No deja de ser curioso leerse el libro de Léon-Paul Fargue (El peatón de París, editado por Errata Naturae) y, a continuación, ir a leer este tratado de apachismo a cargo de La Felguera. Más allá de la coincidencia espacial (París) y casi temporal (principios del siglo XX), es como si unos hubieran caminado por las calles que el otro no llegó a pisar. Cierto que Fargue reconstruye un París, el suyo (por mucho que esté ahí para todos), y que los apaches de reconstrucciones no sabían mucho (algo más de destrucción). Pero es que… Empecemos por el principio. Es decir, ¿quiénes son los apaches?
Esto de poner etiquetas a las cosas, es más, a los grupos sociales, no es un invento moderno. Desde el momento que somos capaces de ponerle un nombre a algo, una paz interior nos invade. Las cosas, nombradas (es decir, acotadas), son menos. Eso debieron pensar los franceses cuando, llevado por el aire de su tiempo, a alguien se le ocurrió llamar a los delincuentes del momento con ese nombre. Una vez nombrados, no se necesitaba mucho más para verlos por todas partes y darles el correspondiente tono épico. Los apaches, es decir, los delincuentes, adoptaron también aquello que se esperaba de ellos: declararse tribu y vestirse todos con la suficiente uniformidad como para ser fácilmente reconocidos y reconocibles, y quedar bien en las portadas de Le petit journal y restantes medios. Si, además, se marcaban unas reglas y unos útiles de trabajo reconocibles, mejor que mejor. Y tatuarse. Cosa de marineros en la época. Alarmarse por cuatro delincuentes no tiene mucho predicamento, pero por cuatro apaches… No hemos ido muy lejos. Nunca vamos muy lejos.
Así, decíamos, los apaches empezaban a salir por todos lados. Llegaban incluso hasta España. Encontrarse con ellos no aseguraba nada bueno, y entre sus entretenimientos, afortunadamente para la gente de bien, estaba matarse entre ellos mismos. Ni tan siquiera ser policía te aseguraba nada. Al contrario. Las gorras, los pañuelos, las navajas afiladas, la chulería, se multiplican. Ya sabemos lo que tiene crear una etiqueta. De pronto surgen candidatos por todos lados para asumirla. El terror recorre las calles. No hablamos de cuatro desgraciados, sino de cuarenta mil. Llegados a este punto, estamos preparados para que todo siga su curso. El curso de la historia. Ellos empiezan a crear sus propios mitos, el estado está ocupado en procurarles un futuro prometedor. Nada como una guerra. Nada como la Primera Guerra Mundial. Si los apaches son capaces de matar a unos pocos ciudadanos, el estado será capaz de matar a unos cuantos millones. Otros uniformes, otros propósitos. Tras la guerra, ya no quedaron apaches. Ni apenas seres humanos. Quedaron las películas, para unos, y los desfiles y actos conmemorativos para otros. Los apaches volvían a ser delincuentes comunes y, para el futuro, tendrían las caras de Simone Signoret, Serge Reggiani o Claude Dauphin, gracias a Jacques Becker y su Casque d’or.
La evocación de todo esto es Apaches. Los salvajes de París, compendio fascinante de historias, textos e iconografías. Las vidas de esos hombres se suceden, las llamadas al miedo, las fotografías, policiales o no, de sus protagonistas. Toda una Francia canalla y turbia se despliega ante nuestros ojos y el espectáculo no es pequeño. Es como si La calle de los maleficios, aquel estupendo libro de Jacques Yonnet (editado no hace mucho por Sajalín), tomara cuerpo, forma. Al menos en parte (nos quedaría el París mágico y, todo sumado, apaches, Fargue, Yonnet, la imagen de algo).
Y, cómo toda época tiene que tener sus nombres, ahí tendremos el apachismo crepuscular de Jules Bonnot y su banda, cóctel de todas las cosas y todos los miedos: velocidad, anarquismo, vértigo y crueldad. Y policías, muchos policías. Y tiros. Y más portadas de Le petit journal, dibujadas a mano. Sí, ese Bonnot rememorado por Pino Cacucci en En cualquier caso, ningún remordimiento (Hoja de lata), otro libro que no podemos dejar pasar. Jules Bonnot, final de un recorrido, final de época, final de libro (casi: queda una visita a España).