Una bandada de cuervos, de Denji Kuroshima (Ardicia) Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés | por Juan Jiménez García
Hay muchas maneras de ser escritor efímero. Una, claro, es morirse pronto. Es la clásica. Pero, también, hay otra más terrible (si te mueres, pues te has muerto), que es la de que te entierren en vida. En definitiva, que te prohíban escribir. Denji Kuroshima forma parte de esta segunda categoría. Podemos decir que, siendo escritor proletario, corrió mejor suerte que su camarada Takiji Kobayashi, autor de Kanikosen y muerto torturado por la policía. En todo caso aquel Japón perdido en sus guerras (contra el comunismo en Siberia, contra sus demonios en Corea y China), cultivador de esa semilla del mal del militarismo que acabaría con sus huesos (y su carne), no fueron los mejores tiempos para hombres libres (ese tiempo puede aún no haber llegado).
Denji Kuroshima nace casi con el siglo (1898). Eso le permite participar en su juventud en la guerra contra los rusos, en la que a los japoneses les tocó la parte siberiana. Y también: quedarse solos, cuando todos los demás se habían ya marchado dando por perdida una guerra política. El escritor japonés, por su parte, ya mantenía su propia batalla interior: la tuberculosis. Pese a todo, los años veinte fueron unos años de relativa libertad, aunque el final de la década acabaría con el conflicto chino y una cambio en el rumbo de los acontecimientos, también políticos y sociales. El enemigo a batir se había vuelto el comunismo, y los escritores proletarios estaban en el punto de mira. Kuroshima, que había empezado escribiendo relatos y artículos, escribió su única novela en 1930 y poco después dejaría de escribir ficción, retirado por su enfermedad, sus propios compañeros de lucha y, por supuesto, los tiempos que le habían tocado vivir.
Ardicia recoge en Una bandada de cuervos algunos de sus relatos, moviéndose alrededor de dos ejes: uno, la intervención japonesa en Siberia (que, como ya he señalado, vivió de primera mano); dos, la vida campesina (algo que también conocía bien y de primera mano, eslabón en una cadena de generaciones de granjeros). Admirador y conocedor como era de la literatura rusa, su prosa está más cerca de aquella que de otros lugares. Una prosa despojada de casi todo para entregar toda su fuerza a la historia, a los hombres, tan efectiva como chejoviana.
La experiencia de la guerra es la experiencia del frío. Del frío y de unos hombres enfrentados a un sinsentido, el de una guerra que no les corresponde. Siberia bajo nieve es el relato de la desesperación de ver cómo los demás marchan y uno se queda, esperando, siempre esperando. La muerte, marcharse. En El trineo, la guerra, la estupidez de la guerra, su absurdo, construyen un relato oscuro y terrible, del que nadie puede escapar, ni vencedores ni vencidos, ni buenos ni malos, ni rusos ni japoneses. Una bandada de cuervos será las dos cosas: la espera y la estupidez. La sinrazón. Kuroshima no construye sus relatos desde una visión japonesa del conflicto, sino que intenta dar la palabra, la presencia, a los otros. Para él, la tragedia no es una cuestión de nacionalidades, sino una cuestión de hombres iguales enfrentados por unos motivos que solo conocen unas personas a las que nunca verán. El agujero, último de los relatos siberianos, historia de la aparición de un billete falso y de la búsqueda de un culpable, ejemplificará todo. La guerra solo es una excusa para esconder a los verdaderos criminales y entregar a la muerte a gente a la que, más allá del lugar donde han nacido, nada les separa.
Pero Japón tampoco es precisamente un país maravilloso al que volver. Kuroshima trata un relato menos mortífero pero igual de revelador. En El telegrama, una familia se ha pasado su vida ahorrando para enviar a su hijo a estudiar, pero se dan cuenta que no pueden hacerlo porque ello representaría pasar por lo que no son, algo que no dejan de echarle en cara, desde los que son igual que ellos, hasta aquellos de posiciones más elevadas, que no esperan que ningún pobre desgraciado les haga ni la más mínima sombra. Uno es lo que es, y eso no puede ser cambiado. Así, la vida depende de nada, del capricho de aquellos que mandan, autoridades o empresarios, que viene a ser lo mismo. Como en El terrón de azúcar, en el que un padre de familia es despedido por ocultar un poco de azúcar para despistar el hambre de sus hijos. Kuroshima, que después de todo debía tener sus sueños revolucionarios, en La piara de cerdos quiere creer que la rebeldía puede solucionar algo. Proporcionar pequeñas victorias, seguramente efímeras. Sus vidas nos devolverá, como en un círculo, a la casilla de salida. A la idea de destino, de fatalidad, esta vez reflejada en un fabricante de soja, último de una estirpe maldita de la que él no podrá tampoco escapar. La fatalidad, lejos de ser algo íntimo, es algo compartido e incluso promovido por gente sin escrúpulos.
Denji Kuroshima traza con Una bandada de cuervos no un retrato de su tiempo, que es algo como muy hinchado (de aire), sino más bien un relato de sus gentes. Igual que Chéjov entendió que para hablar de aquello que le rodeaba debía acercarse a esa unidad mínima de la historia que es el hombre, el escritor japonés nos acerca a sus protagonistas, enfrentados a su propia condición e incapaces de superarla. No parece que tuviera mucho confianza en cambiar nada y sí alguna en mostrarnos lo que había (en la confianza de que ese testimonio sería capaz de remover alguna conciencia). Kuroshima murió en 1943 en la casa en que nació. Le dio tiempo a ver mucho, seguramente demasiado, y sin embargo aún le faltó por ver más, mucho más. El infierno. Y el valor que tenía un hombre en aquel tiempo. O miles. Muchos miles de ellos.