Aires nuevos, de Peter Kocan (Sajalín) Traducción de Güido Sender | por Óscar Brox
La adolescencia de Peter Kocan no fue como la de cualquier muchacho australiano de la década de los 60. Afectado por un grave trastorno mental disparó a un político laborista y fue condenado a cadena perpetua por tal acto. Al final solo cumplió diez años entre la penitenciaría y las instituciones psiquiátricas, cuya experiencia narraría en una de sus obras, y durante ese tiempo descubrió la poesía y la literatura, a las que se dedicó en profundidad y por las que hoy día es reconocido. Sajalín publica, por primera vez en castellano, Aires nuevos, suerte de evocación de aquella adolescencia extraviada que, entre el retrato dickensiano y la crónica sombría, reconstruye las andanzas de Kocan por un mundo en sombra.
Hay muchos relatos de iniciación que comienzan con la llegada de un tren y el vasto horizonte de la gran ciudad que configura un nuevo paisaje vital para sus protagonistas. Aires nuevos arranca su historia nada más salir de la estación, con una mujer y sus dos hijos fugados de un entorno de violencia y malos tratos. En la ciudad, nos dice Kocan, no hay tantas oportunidades, menos aún piedad para quienes no acaban de valerse por sí mismos y necesitan la ayuda de los demás. Lo que tienes es lo que eres. Poco a poco, esa visión inicial de una nueva vida se desdibuja, pues el hijo mayor, con apenas catorce años, decide probar fortuna empleado en diferentes propiedades rurales. Desamparado e inexperto, el chico camina a tientas por una edad conflictiva, sin autoridad ni cobijo emocional alguno. Solo tiene la voz de un imaginario soldado de la cruel Segunda Guerra Mundial, Diestl, y la cándida fascinación que siente por una foto de Grace Kelly, a la que llama cariñosamente Dulzura. El resto es oscuridad.
Kocan narra los primeros pasos de su criatura sobrecargado de compasión, con toda la ternura posible hacia ese niño confundido. Resulta terrible asistir a esos pasajes en los que la vergüenza es tan inmensa que cohíbe a su protagonista hasta rechazar cualquier muestra de cercanía o interés. Su autor narra ese despertar a la vida como un proceso penoso, inestable, que de un puntapié manda al chaval de una vieja hacienda a dormir al raso junto a un gato callejero. En esa tesitura, lo único que puede hacer es entregarse a un mundo de apariencias y fantasías, entre los irracionales consejos que le proporciona la voz de Diestl y el lenguaje que construye para capturar todas esas nuevas sensaciones que no consigue procesar. El cariño, el deseo, el bienestar o la sexualidad son, así, aspectos que la escritura de Kocan maneja con una mezcla perfecta de sensibilidad y frialdad, sin perder el pulso a la hora de cortar con el bisturí y desnudar a su personaje. Porque Aires nuevos, más que la historia de una adolescencia traumática, narra el desesperado intento de asir un lugar donde permanecer a resguardo mientras el mundo alrededor se transforma con toda la violencia de los cambios y las etapas vitales.
De una hacienda a los campos de algodón, de un motel sórdido a un edificio de apartamentos, el muchacho hace camino y recoge en su peregrinaje a una serie de individuos golpeados por su existencia marginal; en ocasiones, auténticos hijos de puta, la mayoría de veces, gente tan confundida como él, que solo intenta apechugar con sus circunstancias. El matrimonio de trabajadores de granja que conoce nada más empezar la novela contrasta con el sórdido trío de algodoneros con los que descubre, en uno de los pasajes más tétricos, ese combinado de deseo y erotismo barato que el chico encapsula bajo el título de placeres de la India. Allí donde la mirada de Kocan se torna más desesperada, quizá porque no sabe cómo fintar el tremendo dolor que todavía hoy infunde su recuerdo.
Aires nuevos avanza como una novela de iniciación que, lentamente, se decanta hacia la completa soledad de su protagonista. Kocan narra, con un tono casi frustrante, la tremenda sensibilidad incomprendida de su criatura y la amargura que le provoca cada vez que choca contra un nuevo obstáculo. O cómo, casi sin darse cuenta, la vida le empuja hacia el rincón más apartado, sin más sujeción que ese débil mundo imaginario que está a punto de explotar en su cabeza. Por el camino queda un aprendizaje del amor entre personajes retorcidos, la incomunicación, cuando no incomprensión, con un entorno familiar del que se ha despegado poco a poco, y la tristeza infinita de esos años dulces que en él han amargueado desde el mismo principio.
Resulta imposible separar la parte biográfica de su autor de esta investigación a corazón abierto de una infancia destrozada. Kocan narra, abatido, el principio de un final, los pasos previos a empuñar el rifle y apretar el gatillo, situación que mantendrá pudorosamente oculta en el desenlace del libro. Aires nuevos duele, como puede doler el testimonio descarnado de cualquier niño al que, simplemente, no le han permitido entender la vida, jugar a relacionarse y descubrir los primeros sentimientos en un mundo que siempre proporciona nuevos horizontes. Por eso, entre lo dickensiano y la inmensa ternura que profesa a su personaje, este autor hace del recuerdo terrible de una adolescencia una pequeña obra maestra sobre la compasión y los aprendizajes sentimentales.