Investigación a la tinta de calamar, de Cristina Rava (Navona) Traducción de Valentina Mercuri | por Óscar Brox
Todo lugar tiene sus peculiaridades, pequeños secretos que solo unas voces autorizadas desgarran tras el velo de misterio para presentarlos ante nosotros. La ciudad está ligada íntimamente a la novela negra, ya sea a través de sus entornos deprimidos o sus escenarios de lujo. El escritor nos presta su mirada y nos obliga a escudriñar las interioridades en su compañía, como si también un pedazo de ese lugar nos perteneciese. Porque, tal y como señalaba Jean-Claude Izzo en su trilogía marsellesa, más que vivirla, una ciudad se siente. La cultura del crimen en Italia siempre se ha movido por espacios cerrados como Palermo o Bari, a través de narraciones escritas por Sciascia, Buffalino, Camilleri o autores más contemporáneos como Carlo Mazza. Cristina Rava cambia de escenario para situar su primera obra, Investigación a la tinta de calamar, que publica Navona en su colección negra, en la región de Liguria. Un terreno, el de Alassio, Albenga o Cisano, el de la propia vida de Rava, de emociones congeladas e impulsos tormentosos que describirá a través de la mirada madura de su héroe en la ficción, el Comisario Rebaudengo.
Resulta inevitable buscar un referente en la ficción criminal. Si Izzo tenía a Montale y Camilleri a Montalbano, Rava construye a Rebaudengo como la prolongación de sus palabras sobre el papel. El Comisario es un veterano del cuerpo, por tanto alguien curtido capaz de aguantar el peso de la investigación más escabrosa. Un parapeto literario que nos ayuda -a su autora y a nosotros lectores- a lidiar con esos rincones oscuros de la Ley. Ubicada en una pequeña zona de Liguria, Investigación a la tinta de calamar narra la desaparición de un profesor de filosofía y el posterior hallazgo del cadáver de una muchacha, a la postre alumna de aquel. Rava dibuja el argumento de su novela con el aire de un procedural, presta atención a cada detalle y representa cada escena con la mayor fidelidad. No en vano, para su Rebaudengo no es el primer caso de desaparición, menos aún de asesinato. Por eso la atención se concentra en ese poso de madurez que se filtra a través de cada uno de sus pasos.
Frente al hedonista Montale, Rebaudengo es un personaje algo más cerrado, quizá también más prudente. Ambos comparten gusto por la gastronomía, aunque la criatura de Rava es más moderada en sus apuntes culinarios. Hay, por así decirlo, un cortocircuito durante la novela entre la parte íntima de su protagonista y el cumplimiento del deber al que se ciñe. Lo bonito es cuando ambos planos se encuentran en una misma escena, léase durante ese súbito enamoramiento con la investigadora forense, y notamos cómo el pragmatismo y la moral espartana de Rebaudengo se revuelven para dejar su sitio a unos sentimientos más cálidos, menos calibrados. El paisaje de la novela vive continuamente azotado por el viento desapacible y la lluvia, por carreteras secundarias y unas vistas al mar que olvidan lo idílico para mostrar toda su potencia natural. Se podría decir que esa es una estupenda metáfora con la que explicar las dificultades del protagonista del relato, esos titubeos que golpean sus pasos en corto cada vez que avanza hacia una vida que forma parte del pasado.
Como en tantas otras novelas, Investigación a la tinta de calamar tiene un asesino y un móvil, un entorno violento y una agresividad escondida tras una fachada de cordial cinismo. Mientras la investigación progresa, Rebaudengo araña la costra seca de la zona hasta encontrar esa miseria escondida bajo las buenas costumbres. Así, pese a su tono ligero, Rava puebla el relato de pedófilos, celos y una glaciación emocional que, a la sazón, es la que marca la pauta de la historia. Padres desconectados de sus hijos, jóvenes abandonados al mundo, policías cobijados por una dependencia total con su trabajo. Liguria es, casi, un punto muerto en el alegre rostro de Italia, un paisaje guardado en conserva cuyo hedor comienza a esparcirse por sus diferentes estratos sociales. Como un virus, como una enfermedad contagiosa que, por el contrario, hace aún más patente la necesidad de encontrar ese pequeño descanso en el que volver a reconciliarnos con el mundo.
La mirada de Rebaudengo atrapa cada matiz de la historia, cada tramo de la investigación. En la tierra de Fenoglio o Camilleri, a los que guiña el ojo en sus páginas, Rava aspira a una conquista literaria más modesta, más sincera. De ahí, por ejemplo, que desdibuje el clímax de suspense de la historia para favorecer un encuentro postrero entre los dos amantes a este lado de la Ley. Cualquiera diría que ese, como las numerosas fugas reflexivas de su personaje, son pequeños estímulos literarios para narrar la posibilidad de un amor. Acostumbrados a perderlos o a dejarlos escapar, recluidos en espacios angostos o en identidades difusas, los héroes necesitan una vuelta de tuerca que les permita salir a la superficie y respirar de nuevo. Algo parecido hace Cristina Rava con su Comisario Rebaudengo, como una madre que, aunque sea por una vez, decide cambiar el final del cuento que lee cada noche a su hijo. Como si todavía fuera posible creer, en un terreno surcado de vacíos y miseria, en un final feliz. En un lugar habitado por personas íntegras.