Ana no, de Agustín Gómez Arcos (Cabaret Voltaire) Traducción de Adoración Elvira Rodríguez | por Juan Jiménez García

Agustín Díaz Arcos | Ana no

A veces, en esto del mundo editorial, hay momentos de rara justicia, por los que la acción decidida de algunos llega a sus receptores, esto es, lectores. Así, podemos ver un acto de esa justicia en la segunda edición de Ana no, de Agustín Gómez Arcos, que viene a recompensar, mínimamente, todo el esfuerzo que Cabaret Voltaire ha puesto en recuperar la obra de este escritor, más conocido (y leído) en Francia que en este su-nuestro país.

A Gómez Arcos, siendo egoístas, el exilio le vino bien. Perdimos un notable dramaturgo y ganamos un escritor que, más allá de nuestras fronteras, fue capaz de hacer algo que no hubiera podido hacer aquí: reconstruir aquella España muerta asesinada y todos aquellos años siniestros de duelo y cadáveres bajo las alfombras-cunetas. Pero, como con tantos exiliados, nunca se le reconoció lo suficiente allí donde debía ser reconocido, atravesado el infierno: aquí. Me pregunto si realmente algún exiliado recogió ese conocimiento. Quizás ninguno, ni aun en esos casos que pueden parecer más engañosos, como Jorge Semprún o Fernando Arrabal. Alfombra-transición.

Ana no, una de sus obras más conocidas (adaptación cinematográfica incluida), es emblemática de todo esto. Leída, editada y premiada en abundancia, solo llegó a España casi treinta años después de su edición, pese a que estaba dirigida a nosotros. Pese a que estaba escrita desde las entrañas de este país y seguramente del propio escritor (su protagonista, como él mismo, había nacido en Almería). Ana Paucha es una vieja para la que el final de la Guerra Civil detuvo el tiempo. Para siempre se quedaría clavada ahí: en la muerte de su marido y dos de sus hijos, y en el encarcelamiento a perpetuidad del menor de ellos. Familia de pescadores, a un lado solo queda el mar y la barcaza corroída por el tiempo, y al otro nada, un espacio inimaginable. Un espacio que contiene un solo lugar preciso-impreciso: el norte. El norte en el que se encuentra la prisión en la que está condenado su pequeño. Cuando la muerte (la física) empieza a adivinarse, Ana decide ir al encuentro de aquel hijo con aquello que tanto le gustaba: un pan (que es casi un bizcocho, como no dejará de repetirse… hasta que todo se vuelva incierto, también eso). En su extrema pobreza y en su extremo sacrificio, atravesará España andando, siguiendo las vías del tren. Si su vida era una suerte de muerte, su muerte será una suerte de vida.

El viaje irá desde la soledad y los recuerdos (única cosa que no le abandona nunca, junto con el hambre) hasta aquella sociedad lejana, aquel enemigo presentido pero nunca encontrado, esa España triste y gris, perversa, cuyo sentimiento más elevado no va más allá de la caridad hipócritamente cristiana, de la pena que se confunde con el asco. Lejos de esa reconstrucción alucinada y enferma de María República, Ana no es otra cosa en su sobriedad, en su intimidad. También es la distancia que va desde la venganza hasta la rabia impotente, desde el estruendo de una vida joven destrozada hasta el silencio de una vida que se apaga sin hacer mucho ruido. El viaje a Madrid, organizado para celebrar el cumpleaños del dictador, será el único momento delirante (por cierto), inflexión, punto de ebullición, por el que la realidad se impondrá finalmente a un viaje que es un sueño, el sueño de una cosa.

Con Ana no, Agustín Gómez Arcos creó el personaje emblemático de una España que se podía ocultar pero que no había desaparecido. Que estaba ahí, junto a sus muertos, humillada, aterida, pero no destruida. Ya no una España que se lamía sus heridas. No, ni tan siquiera. Una España que se preguntaba qué había ocurrido, dónde había ido a parar su vida. No todos los muertos acabaron bajo aquellas alfombras-cunetas. Algunos estaban ahí, presentes-ausentes, ignorados, olvidados, pero casi vivos.

No, el tiempo no cura las heridas. El olvido no es ese método infalible que lo limpia todo, lo bueno y lo malo. La memoria… La historia no la escriben los perdedores, pero Agustín Gómez Arcos pensó que la literatura debía ser hecha por y para ellos. Responder a esa pregunta sencilla pero terrible en su sencillez: cuando ya no queda nada, ¿qué queda?


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