El piloto y el principito. La vida de Antoine de Saint-Exupéry, de Peter Sís (Sexto piso) Traducción de Raquel Vicedo Artero | por Óscar Brox
Beryl Markham, aventurera y piloto keniata, amiga de la escritora Karen Blixen y amante del hijo del Rey Jorge V, contaba en su libro Al oeste de la noche las rutas aéreas nocturnas que llevaba a cabo, en ocasiones, sobre terrenos inexplorados, en los que la intuición y la orientación constituían su único mapa. Apretujada en la cabina del avión, Markham se guiaba con las estrellas y con un ímpetu que la empujaba a trazar, como si se tratase del más grande descubrimiento, el primer vuelo de un punto a otro de la geografía africana. Antoine de Saint-Exupéry definió la esencia de ese ímpetu en su novela Vuelo nocturno como un estremecimiento de la vida. Nadie como él, abandonado a sus pensamientos mientras cubría el itinerario entre Argentina y Paraguay, podría haber escogido mejores palabras para cifrar esa vieja ambición del hombre que se tornó realidad con el comienzo del Siglo XX. Volar, conquistar el cielo, anhelar ese último espacio de libertad. Saint-Exupéry fue piloto, novelista y personaje, tanto de documental como de ficción; pero, fundamentalmente, representó a esa figura que asociamos a los postreros coletazos de la inocencia del viejo mundo antes de sumergirse en el periodo más sombrío de la Historia reciente. Peter Sís, escritor e ilustrador checo, ha creado con El piloto y el principito una suerte de biografía en movimiento del aviador francés, una pequeña joya que publica ahora Sexto Piso para el lector castellano.
Saint-Exupéry nació en 1900, en un periodo de efervescencia cultural en el que el mapa de Europa podía construirse con las fantasías escapistas de Jules Verne y la magia de pioneros del cine como Georges Méliès. Una Europa encantada, en fin, que soñaba con el impulso tecnológico definitivo para trasladar la fantasía a la realidad. Clement Ader lo había intentado en 1890 con un prototipo de avión propulsado a vapor, el Éole, que a duras penas pudo despegar del suelo. Aún faltaban unos años para que los Hermanos Wright consiguiesen los primeros vuelos propulsados, en 1903 y 1908, y para que el pequeño Antoine se topase con uno de sus inventos durante sus paseos con bici y sintiese ese momento fundacional, primigenio, que lo ligaría inevitablemente al arte de volar. La infancia pasó también para Europa, que se vio sumergida en la Primera Guerra Mundial, y como en una larga elipsis se volvió a detener en 1921, durante el servicio militar de Saint-Exupéry. Un 9 de junio de ese mismo año, el entonces joven Antoine llevaría a cabo su primer vuelo en solitario. Una diminuta conquista que prendería la mecha de su inquietud exploradora.
La aviación perdió su romanticismo cuando la guerra dirigió sus opciones estratégicas hacia la utilización de aquellos pájaros de madera y metal. Sin embargo, el final de la contienda devolvió a las aerolíneas la posibilidad de continuar su exploración del mundo con nuevas rutas y nuevos servicios. Una de esas novedades fue el correo aéreo, que sedujo a algunos de los primeros pilotos de aeronaves para sus aventuras transatlánticas. Saint-Exupéry pasó de mecánico de aviones a piloto de pruebas, y de ahí a ser uno de los miembros del grupo de correo. De esa experiencia nacería Vuelo nocturno y el primer momento de éxtasis en la cabina de un biplano. El mundo cambió, en efecto, pero lo hizo a toda velocidad; pronto las naves sustituyeron las cabinas abiertas por las cerradas, el fuselaje se fue forrando de metal y se impuso la utilización de las máscaras de oxígeno para pilotar. Atrás, pues, quedaba la amenaza de la hipotermia cuando la noche mecía a sus pilotos nocturnos en la calma de un cielo estrellado.
Para alguien como Saint-Exupéry, que había pasado más tiempo en el cielo que en la tierra, el inicio de la Segunda Guerra Mundial resultó un golpe devastador. De pronto, el avión se convirtió en una máquina de matar y las carlingas se reforzaron con un puesto para artillería; los viejos amigos de Antoine desaparecieron en algún punto de la batalla y la aviación aumentó su nivel de competitividad para responder al enésimo arreón de Alemania. Aquella noche deslumbrante en el África colonial, aquellas rutas primerizas por Sudamérica, todos ellos eran recuerdos de un pasado emborronado. Paralizado por las turbulencias del periodo, Saint-Exupéry alumbró algunas de sus obras cumbres y paseó su relieve como figura popular antes de enrolarse, una vez más, en el ejército como miembro de un grupo de reconocimiento de las fuerzas aliadas. En 1944 todo había cambiado, desde el complejo cuadro de mandos de su nave hasta el paisaje mediterráneo que tantas veces cruzara durante su juventud. Un 31 de julio de ese mismo año, a primera hora de la mañana, despegó de Córcega para una misión de reconocimiento de la que nunca regresó.
En El piloto y el principito, Peter Sís hace de biógrafo y de intérprete. Aunque el libro está surcado de datos, las ilustraciones se esfuerzan en plasmar esa honda impresión que marcó el estremecimiento de la vida de Saint-Exupéry. Cómo olvidar el primer consejo que recibe Antoine para su primer vuelo comercial, «guíate por el rostro del paisaje», que el lápiz de Sís transforma en una cadena montañosa repleta de caras que humanizan ese territorio hostil para el advenedizo; cómo olvidar la noche tranquila en la que cada estrella es como una diminuta partícula que arropa con su hálito aventurero al cuerpo congelado de Saint-Exupéry mientras completa su ruta; cómo olvidar su aparatoso accidente al Norte de África cuando trataba de romper un récord, ese inmenso cuerpo hecho con los desperfectos del avión que Sís pinta como si reflejase la metamorfosis de su protagonista, definitivamente absorbido por el viento de los aventureros. Las ilustraciones del autor checo se sostienen, precisamente, en sus formas sencillas, en ese trazo anguloso, nunca firme ni rotundo, que dibuja lo justo para que el lector lo complete con un arranque de fantasía. Porque Sís no busca tanto relatar la vida del piloto como evocarla, concluirla con un último plano forzoso del cielo desnudo, a falta de conocer el paradero de su protagonista. De ahí que se entregue a una ilustración siempre bonita, con la suficiente dosis de ingenuidad, propia de esos primeros dibujos infantiles que se aproximan a una idea, a una palabra o a un hecho, sin consumirla, sin terminarla, como si se tratase de algo fluido que en algún momento podremos retomar. Como ese espíritu explorador del que nunca se olvida Antoine, aunque en mitad de su aventura explote el horror de la guerra.
Hay quien definiría el relato de Saint-Exupéry como una historia de aplomo y coraje, casi una obligación moral en tiempos en los que el romanticismo había declinado en favor de la muerte. Pierre Bergounioux escribió un bellísimo libro a propósito de ese sentimiento huérfano durante la Segunda Guerra Mundial y James Salter hizo lo propio con su retrato de la Guerra de Corea. Ambos, de una o de otra manera, se refirieron a Saint-Exupéry en sus textos. A aquel piloto de reconocimiento que se desvaneció en algún lugar de Europa entre Córcega y Lyon. Aquel que, como Beryl Markham, respiró el aire de la noche en la solitaria cabina de un biplano, aislado del mundo, entre el cielo y la tierra, y se reconoció como un explorador incansable en busca de su siguiente aventura. Alguien que sintió la vida estremecerse.