Insensatos. Sobre la representación de la locura, de Yayo Aznar Almazán (Micromegas) | por Laia López Manrique
“La locura no existe”
Leopoldo María Panero
Acerca de la locura como concepto abstracto bien se podría decir lo mismo que San Agustín escribió acerca del tiempo en las Confesiones: “Si nadie me lo pregunta, sé lo que es; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé.” Más allá de la perplejidad común o de la supuesta búsqueda de objetividad del discurso psiquiátrico, lo único que parece cierto es que la locura es un límite, el perímetro y la sombra de la razón occidental, su cara invertida en todos los espejos. En efecto, la respuesta a la pregunta “¿qué es la locura?” es algo que siempre se nos escurre entre los dedos; sin embargo, acumulamos imágenes y más imágenes (angustiadas, cómplices o peyorativas) de lo que es “estar loco”, “extraviarse”, “perder la razón”, “perder la cabeza”; sabemos incluso de taxonomías, de nombres de enfermedades y sus ramificaciones, y atesoramos, por otro lado, un catálogo de rostros posibles de la locura. A través de estos rostros, tal y como han sido representados en la historia del arte occidental a partir del siglo XIX, transita el libro de Yayo Aznar Almazán.
El ensayo se nutre de diversas fuentes filosóficas imprescindibles a la hora de abordar el tema; la principal de entre ellas es la obra de Michel Foucault Historia de la locura en la época clásica (1961), en la que se apoya y con la que dialoga de continuo; la autora se interroga, no obstante, sobre el motivo que llevó al filósofo francés a centrarse únicamente en material textual, eludiendo o pasando por encima de las representaciones visuales de la locura en su obra. Ese vacío es lo que trata de llenar Insensatos, planteando una interrelación entre la teoría y la imagen visual, entre el discurso escrito y el discurso artístico. Otros pensadores con los que establece puentes el libro son Slavoj Zizek, Remo Bodei y Georges Didi-Huberman.
Una de las ideas más sustanciosas del ensayo de Yayo Aznar se basa justamente en la separación y, a la vez, la interdependencia entre la imagen y la palabra (ya sea la palabra literaria o la narración clínica) en las representaciones de la locura a partir de los siglos XVIII-XIX. Una primera estación de esta relación entre el relato clínico y la imagen, en este caso pictórica, serían los retratos por encargo que Theodor Géricault realizó de los pacientes de la Salpetrière: la famosa serie de retratos de las “monomanías” del robo, la envidia, la guerra y el juego. La autora subraya cómo las imágenes de los pacientes suponen una forma de codificación visual al modo de “muestrario de casos” clínicos y cómo, a su vez, de modo irónico, el pintor, al enseñarnos a individuos particulares en su calidad humana, a sujetos aquejados de los males sociales de su tiempo, provoca un extrañamiento en quien contempla la obra; en este aspecto, las representaciones de los locos “no solo se salen del lienzo, sino que lo desgarran, escapando de las definiciones demasiado fáciles”.
La interdependencia entre imagen y producción de una verdad (“científica”) sobre la locura alcanza sus cotas más degradadas y perversas en la obra fotográfica y los grabados del psiquiatra Hugh Welch Diamond. Welch fotografiaba a sus pacientes y después realizaba grabados sobre las fotografías, inscribiendo en ellos una manipulación activa de la realidad de los cuerpos fotografiados. En ese “paso al trazo”, como lo denomina la autora, había ya una operación de distancia que llevaba, además, aparejada una neutralización: la mirada interesada del psiquiatra que enseña solo lo que quiere enseñar de quien es retratado, y tiende al asentamiento de la condición del “enfermo”. Sin embargo, para quien mira las imágenes, esos cuerpos retratados pueden no ser más que meros existentes, y la imagen fotográfica, la constatación de una existencia, o, como dice la autora, “la evidencia de que la vida ha arremetido contra esos cuerpos”. Porque la verdadera fractura y la posibilidad del pliegue sobre el discurso de la psiquiatría está en la mirada del espectador que reconoce o, nuevamente, se extraña ante lo visto y ante lo mostrado: la imagen, incluso la que quiere manipular el discurso, es siempre equívoca y polisémica, señala y al mismo tiempo abre el arco de lo posible, nos hace preguntas.
En la obra de artistas contemporáneos como Bill Viola, Nan Goldin, Juan Muñoz o Tony Oursler, Yayo Aznar rastrea la plasmación del desequilibrio entre la razón y las pasiones, la relación con el concepto, tan problemático, de “intimidad” o el control y la producción social de las emociones en la sociedad de nuestro tiempo. Especialmente a través de la obra de Oursler, que, en sus instalaciones, insiste en la ruptura del sujeto en multiplicidad de voces y convierte a los emisores-receptores de esas voces en muñecos de trapo, la autora subraya la fragilidad del contorno de demarcación, para nosotros, los habitantes del mediatizado mundo occidental, entre lo normal y lo patológico. En realidad nos encontramos, no ante un asunto de orden psíquico, sin ante un verdadero problema filosófico. Los sujetos deliran, son fuentes de delirio, hablan por boca de los otros y los otros hablan por boca de ellos, porque, en definitiva, el propio sujeto no es más que una “banda vacía”, un lugar que contiene, dice, desdice y manifiesta la alteridad, el discurso ajeno. Hemos de ser muy cautos al llamar “locos” a “los locos”, y muy cautos también al decir “ellos” de quienes expulsamos de nuestro pretendido núcleo, ya escindido, porque, en realidad, empleando una expresión de la autora, “todos somos todos”.
En líneas muy generales, Insensatos aborda un contenido muy interesante con las herramientas teóricas apropiadas. En la escritura del texto se percibe una auténtica pasión de la autora por la materia que está tratando, y un recorrido de lecturas muy vívido y consonante, aunque se echa de menos en ocasiones que el escalpelo del que sin duda dispone se hinque más a fondo en algunas cuestiones. Para ello imagino que sería necesario más espacio, más enclaves y más demoras. Sin embargo, el propósito de Insensatos no es el de ser una especie de historia titánica de la locura a partir de sus imágenes ni una enciclopedia de la representación de la locura, sino el mapa de una ruta subjetiva, intensiva y fragmentaria, orientada a pensar y a hacer pensar las imágenes (o a pensar y a hacer pensar con imágenes), y en ese aspecto el libro sí logra su objetivo, pues funciona para el lector como una catapulta, un interrogante y un disparador activo de reflexiones.