La edad de la inocencia, de Edith Wharton (Tusquets) | por Annie Costello
La edad de la inocencia tiene su propia película -de Martin Scorsese, nada menos- y su propio reparto de lujo: Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder. Sin embargo, cuando termino de leerlo me vienen a la mente otros personajes de ficción: los díscolos jóvenes de Gossip Girl. Su episodio ‘The Age of Dissonance’ es un homenaje al libro, y es que en ambas, serie y novela, los personajes se mueven en el mismo escenario: una Nueva York fastuosa, regida por complejas normas sociales. ¿Es América la sede de una nueva aristocracia? Según Edith Wharton lo es, al menos durante la década de 1870, en la que ambienta esta obra, y que bien mereció el Pulitzer en 1921.
Una de las peculiaridades de La edad de la inocencia es que retrata la cuestión femenina a través de los ojos de un varón.Nuestro hombre es Newland Archer, un joven procedente de una familia de raigambre, que está a punto de casarse con la encantadora May Welland. Archer es culto e idealista, a pesar de la hipocresía que lo rodea, y sus intereses van más allá de los chismes y placeres vanos. Alberga la intuición de que el mundo en el que vive no es más que una farsa, e incluso parece dudar del matrimonio al que está dispuesto a entregarse.
Aquel aterrador producto del sistema social al cual pertenecía y en el que creía, la jovencita que no sabía nada y lo esperaba todo, le devolvía la mirada de una desconocida en las facciones familiares de May Welland; y una vez más tuvo que aceptar que el matrimonio no era un anclaje en puerto seguro, como le habían enseñado, sino un viaje por mares que no figuran en los mapas
El dilema de Archer se aviva con la llegada de la condesa Olenska, la prima de su prometida y tan distinta a ella como podría esperarse. La condesa Olenska ha huido de Europa precedida por el escándalo de su separación, y desde el principio es blanco de críticas por su desenfado y su conducta liberal. Criada en un ambiente bohemio, Madame Olenska es ajena a las férreas tradiciones neoyorquinas, y a pesar de los esfuerzos de sus parientes por orientarla, no lima sus extravagancias. Entre ella y Archer se forja una amistad que dará paso al romance. Y es que en comparación con la condesa, las demás mujeres palidecen. Su prometida, su madre, su hermana; Archer concibe a las mujeres de su alrededor como marionetas, preparadas para abrazar el papel de esposas de sus hombres, en ningún caso sus iguales, en ningún caso sus compañeras.
El joven entreveía en las profundidades de su alma cándida un fervor emocional que sería una delicia despertar. Pero al término de este breve examen se sintió decepcionado pensando que tanta franqueza e inocencia eran solo un producto artificial. La inexperta naturaleza humana no era franca ni inocente; estaba llena de dobleces y defensas de una instintiva astucia. Se sintió oprimido por esta creación de pureza ficticia, elaborada con tanta habilidad por madres, tías, abuelas y antepasadas enterradas hacía muchos años, porque se suponía que era lo que él deseaba y a lo que tenía derecho para que pudiera darse el señorial gusto de destruirla como a un muñeco de nieve.
Así, May se confirma como el producto de su educación: una joven ingenua y virtuosa, con la adecuada dosis de carácter y cultura y un pleno conocimiento del protocolo. Madame Olenska, por contra, encarna la madurez y el enigma de la mujer que ha sido sincera hasta sus últimas consecuencias, aunque ello le haya costado malograr su reputación. Su atractivo no reside en la belleza física, sino en el magnetismo de su propia tragedia (Le asustó pensar en lo que debía haber intervenido en la creación de sus ojos…).
El romance de Archer y Olenska no es sólo un romance. Es la lucha de los dos mundos entre los que se debate nuestro hombre: uno, el encarnado por May y los valores con los que ha crecido; otro, el de Madame Olenska, un terreno peligroso pero –imagina- lleno de pasión, libre de toda etiqueta superflua. Bajo la influencia de esa lucha, Archer cuestiona las normas que dirigen su destino, desde los comportamientos calculados hasta la jerarquía casi medieval de las familias de Manhattan.
Y así se desarrolla la historia, entre favores y desaires, rumores y chismorreos que alcanzan la categoría de rito. Cabría pensar que Archer, menos contaminado que sus colegas, acaba decantándose por la condesa… pero nos equivocaríamos. Los convencionalismos no son tan fáciles de esquivar. Uno, después de todo, se debe en gran parte a su hábitat. Aunque podemos concluir que la renuncia de Archer no se debe a la hipocresía. Hay algo estoico en su elección de permanecer junto a May, de cumplir su promesa y convertirse en esposo y padre de familia. Archer acepta resignado el rol que le corresponde en el juego y lo desempeña hasta el final. No, no es un cobarde. Más bien, como él se define, un hombre demasiado anticuado. Ella lo entenderá.
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