Monstruos parisinos, de Catulle Mendès (Ardicia) | por Juan Jiménez García

Libros

A caballo de dos siglos, el XIX y el XX, el decadentismo quedó como un movimiento olvidado. El simbolismo, que vendría a ser su derivación poética, ocupó su lugar, y escritores como Rimbaud acabaron eclipsándolo. Hubo de pasar mucho tiempo hasta lograr desenterrar, bajo una considerable capa de polvo, a aquellos hombres que se habían enfrentando al naturalismo. Así, la obra de gente como Jean Lorrain, Villiers De L’Isle-Adam o Joris Karl Huysmans empezó a encontrar su sitio. Pero no todos tuvieron tanta fortuna, y entre ellos está Catulle Mendès, al que ahora, en una cuidada edición, recupera una nueva editorial, Ardicia, en un gesto casi inédito en nuestro país.

Curiosamente, Mendès fue en un principio un frío parnasiano, que más tarde llegaría al simbolismo, aunque al final se le recordara más por sus libretos de ópera o por su vida y amores. Y digo curiosamente, porque entre aquello que pretendían derribar los decadentistas estaba el parnasianismo. Dentro de lo pródigo que fue (mucho), no dejaría de escribir relatos para revistas, y entre esos relatos, estos Monstruos parisinos (de los que el editor ha seleccionado un número). A través del retrato de toda esta multiplicidad de personajes, el escritor francés no deja de moverse entre el moralismo y una cierta complacencia en describir esa sociedad fin de siglo. Protagonizado en su mayor parte por mujeres perversas (si podemos decirlo así), auténticas devoradoras de hombres (o de vidas de hombres), a modo de sutiles pinceladas, nos va ofreciendo el relato de esa época. Bien, podría no ser así, y seguramente el mundo no estaba lleno de mujeres de vida un poco disoluta, pero hay como un aire de su tiempo, un algo que impregna ese mundo llamado a desaparecer. Un retrato que pretende ser tan real que los personajes van cruzando de una narración a otra, lo cual ayuda a crear esa sensación de estar leyendo algo cierto bajo nombres no tan ciertos. Y es posible que algo de eso hubiera, si sumamos a otros escritores contemporáneos (y seguramente sus propias vidas, no muy ejemplares).

No deja de ser extraña, pese a todo, la palabra “monstruos”, dado que fundamentalmente estamos hablando de personajes que llevan por el mal camino o son llevados a él, a veces por una simple cuestión de azar, otras (muchas) de placer. Y tampoco deja de ser curioso que el único momento en el que se emplea esa expresión en un relato sea precisamente aplicada a un… escritor. Es más, a un simple escritor.  Porque entre toda esta galería de personajes con nombre, hay una pieza que no encaja (o igual sí): “El hombre de letras”. En él, un maduro escritor intenta desaconsejar a su pupilo, que va a publicar su primer libro, que se dedique a esto, avisándole de que de hacerlo, estará perdido. Perdido ¿por qué? Y ahí viene una de las reflexiones más precisas que hemos llegado a leer sobre el oficio de escribir. Es decir, cómo la literatura se apropia de la vida, y uno acaba viviendo como si aquello fuera a ser escrito, y los sentimientos se reducen a un puñado de palabras, un párrafo de un futuro libro o el argumento de la próxima obra.

La fluidez de la prosa de Catulle Mèndes, su gusto por los detalles, su gusto, también, por la conversación, convierten a Monstruos parisinos en una agradable sorpresa. No estamos ante un escritor menor, sino ante un escritor desconocido para nosotros (no es lo mismo). Afortunadamente, entre catástrofe y catástrofe, asistimos al nacimiento de editoriales pequeñas que, como Ardicia, tienen grandes propósitos (y buen gusto). Y entre esos propósitos, sorprendernos. Cosa que ya, desde este mismo libro, han conseguido.


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