En el país del frío, Gárgaras con alquitrán, Misiones nocturnas, de Jáchym Topol (Lengua de trapo) | por Juan Jiménez García

Libros

Por dónde nos habíamos quedado…  En 1997 muere Bohumil Hrabal. En 2000, Milan Kundera publica su última novela hasta la fecha, es decir, La ignorancia. Sigue vivo, quizás esperando el Premio Nobel de Literatura. Jaroslav Seifert murió hace veintisiete años. Treinta y tres su amigo, Vladimir Holan. Václav Havel cumplió irónicamente con su destino y nos abandonó a todos hace un par de años. Podríamos seguir en una triste letanía… Como dijo el poeta, ¿qué nos queda? Es decir, qué quedó de la literatura checa, desaparecidos todos ellos. De cuando en cuando, por estas latitudes, vimos aparecer algún título, sin demasiada convicción, y solo ahora el trabajo de alguna editorial nos permite acercarnos sensatamente a algunos de estos supervivientes (Impedimenta con Jirí Kratochvil) o sangre nueva o seminueva (Lengua de Trapo con Jáchym Topol).

Jáchym Topol. Si hay algo que algún día debería ser estudiado (o al menos comprendido) de los turbios años checos que transcurrieron, lentos y pesados, entre la primavera de Praga, allá por mitad de los sesenta, y la revolución de terciopelo, allá por los noventa, eso podría ser el underground. Conocemos dónde acabó la literatura tras aquellos aires de libertad sofocados a golpe de tanque (en los cajones, circulando de forma clandestina, publicándose en editoriales extranjeras tras haber logrado sacar las obras a escondidas del país), pero ¿y las nuevas generaciones? ¿Y los hijos de aquellos padres perseguidos y humillados? Josef Topol era precisamente uno de aquellos padres, disidente y, por tanto, alguien a quien anular, extensivamente hablando (puesto que las represalias también incluían a las familias). Poeta, su hijo acaba metido en ese underground en el que también los libros salían en samizdat (copias que iban de mano en mano) y la poesía o bien se recitaba a viva voz o bien se cantaba. A Jáchym le esperan algunos años movidos: cárceles, prohibiciones, en fin, el ambiente cultural de aquellos años. Habrá que esperar, pues, a los noventa, para que pueda ocupar el lugar que le corresponde. Sus primeras obras obtienen un notable éxito, y en nuestro país Lengua de Trapo ha empezado por el final, con la edición de las tres últimas, unas novelas marcadas por su intención de abandonarlo todo para dedicarse solo a escribir.

Pese a que en el momento de la invasión de las tropas soviéticas (con la ayuda de las del resto del Pacto de Varsovia, para aportar un poco de colorido) Jáchym niño contaba con solo seis años, este tiempo ocupará Misiones nocturnas y Gárgaras con alquitrán. En especial, Misiones nocturnas juega un poco a confundirse con su propia vida, desde el momento en que, como los hermanos protagonistas, Ondra y Chiqui, su familia se trasladó a su pueblecito natal para huir de los rusos, que ya atravesaban las calles de Praga y su presente. El protagonista vive, pues, su pubertad en un lugar que le es ajeno (solo ha estado de cuando en cuando), mientras su hermano más pequeño simplemente ve las cosas pasar y se aferra a los días. Novela de iniciación a un mundo que se acaba, nos enseña lo complicado que es ponerse en un lugar que, por años, por pulsiones, no nos corresponde, pese a que condicionará nuestra vida futura. Como decía Topol en una entrevista, todo el mundo tiene un pasado, y el suyo le persiguió durante mucho tiempo, convirtiéndose Misiones nocturnas en esa intuición de que nada irá bien, aunque lo más importante sean los encuentros amorosos, o los chicos de búnker, hasta que definitivamente ambas cosas, su tiempo y la historia, se cruzan, y entonces ya solo quedará la huída, soñar.

Gárgaras con alquitrán supondrá una nueva vuelta de tuerca a aquel periodo crucial. Abandonando todo intento de confundirse con lo contado, la historia de un huérfano de misterioso nombre ruso, Ilja, y su hermano discapacitado, internados en un orfelinato llevado por unas monjas, se convertirá, con el gusto por narrar de Topol, en una trepidante aventura existencial, iniciática, esta vez a la simple y pura supervivencia. Ya no se trata de intercambiar miradas y cuerpos con una chica del pueblo, o entrar a formar parte de una pandilla de chavales, sino simplemente de sobrevivir, sea como sea y donde sea, sin hacerse demasiadas preguntas (más bien ninguna). Lo que empieza en el caos más absoluto, atravesado por la muerte, lo que continúa en el misterio de una formación militar frente a un enemigo invisible, acaba en una historia de picaresca, con Ilja dando vueltas y más vueltas con una división de tanques soviéticos (enemigo ya concretizado), convertido en un traidor sin remordimientos (pero con conciencia), buscando una emisora de radio fantasma y, signo de los tiempos, un circo multinacional comunista, que debería demostrar la buena voluntad de los países participantes empañados en acabar con aquellos aires de libertad. Caos de un tiempo que nadie acaba de entender (o quería entender), un tiempo para la perplejidad, para no pensar más que en huir a países lejanos metidos en legiones extranjeras o, simplemente, para perder la infancia y hasta la adolescencia.

Acabada la esperanza, con el telón de nuevo caído, más perdidos que antes (después del fugaz sueño de una cosa), Jáchym Topol, con Por el país del frío, abandona la infancia (que no la inocencia) y se instala en un presente que o bien piensa en el pasado, o bien piensa en destruirlo, un pasado representado por el campo de concentración de Terezín, comido por la hierba (que a su vez es comida por el pequeño rebaño del protagonista), a la espera de ser borrado del mapa (y con él, su memoria tangible). La utopía no solo de poder resistir a la especulación actual (o a los designios políticos), construyendo un lugar en el que conservar los testimonios (para que aquellos que no vivieron aquella época puedan ir a su encuentro), a la vez que un espacio comunal, alrededor de la figura de Lebo, mesiánico superviviente nacido allí, le sirve a Topol para dejarnos en plena confusión de ideas, porque nada parece ser lo que es, y quizás ya sea imposible una utopía inocente, tan inocente como el enamoradizo pastor, digno sucesor de aquel otro chaval que había servido al rey de Inglaterra. Finalmente, acabará en Bielorrusia, atrapado por oscuros mecanismos políticos que pretenden ya no conservar la memoria, sino incluso los cuerpos, en un siniestro museo de tragedias disecadas, ante el que Topol, irremediablemente, deja caer su pesimismo, a través de la nieve, de nuevo, una vez más huyendo, última entrega de una obra que es el devenir de la inocencia a través de los palos, el extravío de las personas frente a la incomprensión de sus destinos, las vueltas en círculo de todos, en una historia del mundo perversamente circular.


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