Hijo de papá, de Dino Pešut (Delest-e) Traducción de Patricia Pizarroso y Marc Casals | por Juan Jiménez García

Dino Pešut | Exposición de primavera

Cómo negar el peso de las guerras balcánicas, décadas después, no solo en las sociedades de los países participantes, sino en la literatura. El trauma, cómo superar ese trauma o las heridas. El tiempo, sin embargo, se dilata. Las generaciones que participaron en esas guerras han sido sucedidas por otras generaciones y estas por otras más. Los hijos de entonces son los padres de ahora, unos hijos para los que aquellos acontecimientos no son algo vivido, sino contado. Las heridas dejan lugar a algo así como un runrún, un ruido de fondo, mientras los problemas son otros y no pueden ser explicados desde el pasado. A las últimas generaciones, el pasado no les sirve de nada. Son viejas fotografías que, de tan manoseadas, de tan explicadas, han perdido su significado. ¿Cómo le pueden ayudar a vivir las batallas del padre a ese hijo que aspira a ser poeta y trabaja en la recepción de un hotel? Si encima el padre es un desconocido. Alguien que explica su ausencia, aún presente, en la necesidad de que el hijo no tenga que pasar por donde ha pasado él. En una palabra que surge, son rehenes del pasado, cada cual a su manera. Del pasado y de la madre. La madre muerta. Él se lo reprocha a su padre. Quién sabe… Confundimos el acto final con toda la obra. El protagonista carece de nombre hasta prácticamente el final. Como los objetos, como las cosas, esa ausencia de un nombre que lo identifique, le hace no ser, no existir, aun estando ahí.  

Su mayor problema es esa indefinición. Esa incapacidad para entender su vida como una vida. Los pisos de alquiler se suceden, los amantes también. Incluso en las relaciones más profundas se niega a ver algo con entidad. Los contornos de todo lo que hace son difusos. Sin algo que llamar hogar, sin algo que llamar padre, sin algo que llamar pareja, sin algo que llamar oficio, sin poder llamarse poeta, quién es, qué es. Hay algo de encierro entre las paredes de su cuerpo, de su cabeza. Cree entender qué o quién quiere ser, se rebela contra sus condiciones, se lamenta de su fortuna de hombre sin ella, pero eso no es suficiente. Solo un largo lamento, una sucesión de fucks. Joder, joder, joder,… Son el paisaje sin límites de su existencia. Él también tiene un pasado. Ese pasado no es solo su padre. Son sus amigos de una juventud que ni tan siquiera ha perdido. En ellos encuentra otra respiración, como abrir un tarro de esencias, un poco de aire enlatado para situaciones de emergencia. Sí, en otro tiempo, todos pensábamos que podíamos ser otra cosa. 

Ahora, escribiendo, he pensado en El prado, aquella película de los hermanos Taviani (con esa banda sonora de Ennio Morricone que ahora no se me va de la cabeza). Eran jóvenes, con sueños traicionados y trabajos que les apartan de la realidad. Esta es una historia como tantas otras. Historias de derivas. Él, el protagonista de Hijo de papá, vaga por su propia vida como se camina por lugares extraños. La enfermedad del padre trae otras preguntas, la oportunidad de reconciliarse con una parte. Pero es que reconciliación es una palabra demasiado usada, como perdón. Pertenece a una generación para la que esas palabras, así, sin nada más, sin un presente, no les sirven para nada. No se pueden comer, no se puede vivir en ellas, no les da un lugar en la sociedad, ni les soluciona sus relaciona amorosas, ni aporta nada a su condición de homosexual. Son otra forma de masturbación, otra manera de estar solo. El malestar de no saber qué hacer consigo, la rabia que se traslada en la escritura de Pešut. La rabia y el malestar como estado natural de una generación incapaz de encontrar un sitio con respecto a los demás y a ellos mismos. Después de todo se trata de perder, de perder bien para poder encontrarse. Para que el nombre, al fin, aparezca. Él es otro. Mejor: otro es él.


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