Diarios del olvido, de Semezdin Mehmedinović (Delest-e) Traducción de Marc Casals Iglesias | por Gema Monlleó

Semezdin Mehmedinović | Diarios del olvido

“Yo también tengo en mi pasado un año del que no he salido nunca: 1992. A veces me despierta por las noches el fragor de los kalashnikov sobre Sarajevo” 

Algunos libros comienzan, pero no terminan. Es lo que sucede con los diarios publicados que, mientras el que los escribe sigue vivo, son un incesante work in progress, un retrato de un tiempo detenido en la vida de su autor.  

En estos Diarios del olvido el escritor, periodista y poeta Semezdin Mehmedinović (Tuzla, 1960) rompe con la primera regla de un diario: la fecha. Tres diarios, tres capítulos de su vida en Estados Unidos, tres monografías temáticas con un mismo protagonista (él) en tres papeles distintos: el de su yo más íntimo, el de padre y el de pareja. Y de fondo, como una banda sonora suave que acompaña toda la lectura, la añoranza de Sarajevo, de donde partió en 1996 tras resistir los cuatro años de sitio de la ciudad durante la guerra de Bosnia (“un país que oficialmente ya no existe, un mundo que ya no es”). 

Mehmedinović se nos muestra como un hombre frágil ya desde la primera página (“Esta mañana, según parece, debería haber muerto”), y esa fragilidad unida a una melancolía en permanente mixtura con su peculiar sentido del humor (“es de mal gusto morirse en otoño, cuando todo muere”), recorre el diario de un hombre que se cuestiona a sí mismo, que no “se adorna” al escribirse, que defiende sus decisiones sin esquivar la autocrítica, que acepta la muerte como una compañera inevitable desde la templanza, y que transmite una constante y bella bonhomía (“me he acostumbrado a mi soledad, la he aceptado como recompensa por todos los errores que he cometido en la vida. Y como sustituta de todos los deseos que se han quedado por cumplir”).  

La mencionada fragilidad no es sólo la de Mehmedinović, encarna también la de quien ya no es joven, la que es puesta en jaque por la enfermedad, la que teme por la memoria y el olvido. Si en el primer diario es el autor quien sufre un infarto (“he desbordado su capacidad”, escribe refiriéndose a su corazón) que le hace replantearse algunos pasajes de su pasado y resituar sus valores de cara al futuro (“toda esta secuencia ha durado poco más de tres horas, pero en este breve lapso tanto mi mundo como yo hemos cambiado por completo”), en el tercero es su esposa la que sufre una embolia que le provoca una amnesia parcial y que cambiará los roles de la pareja (“Hago guardia junto a su cama. Soy un soldado viejo y sentimental”). La conciencia de como el tiempo nos convierte en personas distintas, lo que el autor denomina encadenamiento de “pequeñas muertes” (“en una sola noche, de sábado a domingo, nos hemos hecho viejos. ¿Acaso puedo imaginar a otra mujer capaz de envejecer así a mi lado?”), inscribe grietas en la sucesión constante entre pasado y presente, y son esas grietas las que devienen el núcleo central de su escritura (“¿De dónde viene esta necesidad nuestra de acelerar el tiempo? De la impaciencia por llegar al futuro cercano en el que hemos proyectado nuestros deseos, tan insignificantes”).  

El segundo diario es un interludio entre los dos anteriores. Escrito como una carta a su hijo Harun, narra el viaje conjunto de padre e hijo por el desierto de Phoenix (“Phoenix siempre tiene sed”) y por paisajes de su pasado común (las casas donde vivieron durante los primeros años de su exilio estadounidense: “Recordamos los lugares que hemos habitado, pero ellos no se acuerdan de nosotros”). El viaje en coche, concebido en parte como un viaje beat al pasado y a la memoria (“me interesan las imágenes de nuestro recuerdo en común. He venido para comparar esos recuerdos. Para saber algo de mi olvido”), se convierte en el descubrimiento explícito de la adultez del hijo. Harun, fotógrafo, recorre el desierto como un cazador de instantes nocturnos, buscando en las estrellas y la arena estampas fugaces que inmortalizar con paciencia de rastreador mientras su padre lo observa con ojos nuevos y lo retrata en dibujos incluidos en el diario (“no los considero una ilustración, sino una parte integrante del texto en pie de igualdad con la letra escrita”). Hay algo en este capítulo, más allá del paisaje, que me recuerda a París, Texas, la película de Wim Wenders (1984) basada en el libro de Sam Shepard Crónicas de motel, algo etéreo que sobrevuela a una voluntad de (re)conocimiento paterno filial envuelta en cierta extrañeza no exenta de melancolía (“la pregunta es: ¿qué vas a hacer tú con tu soledad?”).  

La resistencia por ser reducido a una identidad (“soy un extranjero en cualquier lugar del mundo. Pongo un pie en el abismo cada vez que cruzo el umbral de casa”), como explicita el autor en el epílogo-entrevista que le realiza el traductor y periodista Marc Casals, se filtra en muchos pasajes del libro (“aquí estoy, preso en otro continente”). Y no es sólo en lo referente a su apariencia física, que en ocasiones en Estados Unidos es vivido como un conflicto con episodios racistas, sino también respecto a su lengua (“mi mundo está en mi lengua”), al idioma de su escritura (bosnio: “no consigo librarme del pasado, y eso significa que soy esclavo de mi lengua”), que lo ancla a su condición de extranjero por no redefinirse en la lengua del país de llegada. La voluntad por mantener los episodios de su vida “vivida en inglés” en su idioma de origen como idioma literario (a diferencia de otros escritores exiliados: Vladimir Nabokov, Agota Kristof, Milan Kundera; Irene Némirovsky…) le proporciona una herramienta de transparencia y precisión en lo escrito gracias a la tensión entre las dos lenguas (“hubo un tiempo, hace ya mucho, en el que existía un lugar con varias lenguas a las que llamábamos “nuestras””). 

La escritura diarística de Mehmedinović, fragmentaria, sin datar, parte de las notas que el autor va tomando y que después son mínimamente reelaboradas para dotarlas de literaturalidad a través de su propia voz (“Todo lo importante que me ha ocurrido ya lo he descrito en mis prosas y poemas. De esta manera he transformado mi vida en ficción”). Equipara su fragmentarismo a los versos de un poema que, dispuestos a modo de collage, retratan su mundo “de una forma más verdadera y precisa de lo que es en realidad”. La etiqueta de poeta es la que el autor reivindica para sí mismo: “incluso diría que meto poesía de contrabando en mi prosa”, y se trasluce también en los referentes literarios que nombra (poetas la mayoría: Tomaž Šalamun, Ilija Ladin, William Carlos Williams, Czeslaw Milosz…). Alejado de la categoría de los “escritores macho”, el autor se identifica con el combate patriarcal de escritoras como Marguerite Duras y Annie Ernaux, con quien comparte la escritura autoficcional.  

Diarios del olvido es un libro de recuerdos (“en realidad la cuestión no es el tiempo. Desde que pasé el umbral de los cincuenta, sé que todo el mundo muere joven”), un tríptico con tres ensayos, un triple poema en prosa, una autobiografía en pequeñas escenas que relatan lo vivido en (parte de) su exilio estadounidense (“Considero el exilio como una experiencia de primer orden para un escritor”). Tan novelesco como poético, aforístico a veces, existencial siempre (“la cuestión es: ¿adónde va el tiempo?”), Mehmedinović narra y es narrado en un voluntarioso intento de echar cuentas frente al espejo, y frente a nosotros los lectores, con su propia vida. Lo reflejado es ahora literatura, una literatura que tiende puentes entre continentes, una literatura “del mismo color que el cielo de septiembre en Sarajevo, cuando luce el sol y no hay nubes”. 

Coda: qué alegría lectora me ha asaltado con el “cameo” de Dario Džamonja en la librería de la Asociación de Escritores de Sarajevo, donde Mehmedinović trabajaba en los noventa. 


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