Cartas a la princesa, de Mario Levrero (Random House) | por Juan Jiménez García

Mario Levrero | Cartas a la princesa

Años difíciles, escribí. Pensaba en los años que abarca esta correspondencia, y en todos los pesares que arrastra Levrero en ella, en como los días bonaerenses se convierten en cifras y letras y el amor está ahí, pero como ausencia de una presencia. Porque el amor estaba, pero estaba en Colonia (no la alemana, sino allá, en la patria, en Uruguay). El amor se llamaba Alicia y él le decía princesa, pero su relación no era de cuentos de hadas, porque él tenía poco de príncipe. Pocos estipendios, un castillo pequeño, pocos súbditos lectores (que no le daban para comer) y ocupaciones al gusto de Georges Perec: hacer crucigramas, que también era el suyo pero que, lejos de una afición, contaba como australes o dólares, porque Levrero era muy dado a hacer cálculos, como todos los que no tenemos mucho con lo que hacerlos. La princesa estaba en la torre, pero en la torre de un castillo lejano, y además era muy suya. Para desesperación del escritor, se veían de cuando en cuando y reunirse era algo lejano. Ella había estado casada con un amigo de él, tenía un hijo, él tenía varios, ella tenía una madre a la cual no le caía muy bien él, ella tenía una consulta de psicoanalista, un buen coche que él cuantificaba en dinero, una posición, y él no tenía, ya lo decíamos, nada o más bien poco. Desde luego, no lo suficiente. Entonces, en sus cartas, piensa todo el tiempo en la distancia, en lo injusta que es Alicia, en sus pobres trabajos, en los momentos sublimes en que la escritura sale, y mucho en el sexo (ella decía que su relación era de “piel y sexo”) y aún más en sus neuras y enfermedades múltiples, ciertas o imaginadas, porque Levrero hacía suyas las enfermedades de los demás. Escribo Mario Levrero, pero ese es el escritor. El hombre se llama Jorge Varlotta y todas esas cosas le pasaban a él, porque el escritor no lograba imponerse, hacerse un huequecito, y entonces solo quedan los juegos y crucigramas y esta correspondencia, que es muy literaria. Tanto que algunas cartas se las escribe a él y Alicia es solo un lugar al que dirigirse, pero del que no espera respuesta. Las cartas están llenas de preguntas. Preguntas cuyas respuestas se pierden en las de ella, en las conversaciones telefónicas, en sus encuentros periódicos, en el aire, en el hueco que queda entre las líneas y las palabras. Una reunión de sueños. Sueños dormido, sueños despierto. Como ella es psicoanalista (por consejo del propio escritor, cuando se conocieron y no eran nadie entre ellos, más que la mujer del amigo y, luego, un paciente, y un luego un paciente que espera), hay una tendencia a buscar la interpretación, bien por el propio autor bien esperando alguna ayuda que ilumine si no tanta oscuridad, si tanta nebulosidad y tantas neblinas. Hay mucha desesperación en estas páginas. Al principio no, al principio es como si fuera un adolescente con ansias de construir (una vida) y descubrir (el cuerpo de ella y a ella misma). Piensa en el sexo, en cómo se complementarán. No piensa en mucho más porque está la distancia y porque para Levrero el sexo es ya un punto en el que puede girar el mundo, al menos el mundo que él quiere en su cabeza, porque luego la realidad está ahí, una y otra vez, pesada, insistente, rompepelotas. Luego, tras los primeros encuentros, se vuelve más práctico, pero el sexo no se va, porque no lo tiene, y a cambio tiene un montón de dudas y la vida está por todas partes, hasta en el frigorífico. Surge el hombre que llora. El hombre triste, apesadumbrado, irónico a ratos, preocupado siempre por desentrañar el significado de tantas cosas, por buscar sentidos. Escribe como pocos y nada saca de ello, sin dejar de ser consciente que ella es la torre y él la veleta, como cantaba McEnroe. Mientras tanto, sonaban tangos. Sonaban tangos porque tenían letra y sentimiento, y las letras se acomodaban a los pensamientos que llenaban sus cartas. También sonaría jazz. Incluso me imagino un pajarito perdido saltando en la terraza del apartamento. Pero después de estas cartas, tengo la sensación de que el pajarito observado por el escritor ahora es el escritor observado por nosotros. Y sí, un día levantó el vuelo y se fue hasta allá. Otra historia. 


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