Les platges del clatell, de Joan Vigó (LaBreu) | por Gema Monlleó
“la meva foscor amarga
-la velocitat més petita
del meu destí,
dels estralls de la disfressa-
em floreix pertot.”
Berta Epstein
La película documental My Mexican Bretzel (Núria Giménez Lorang, 2019) narra la historia de Vivan Barret, una mujer de clase acomodada, entre las décadas de los 40 y 60 a partir de las imágenes de cintas domésticas (cincuenta bobinas de 18 y 6 milímetros) y de sus diarios íntimos. La memoria, pasados los años, reposa allí donde quedó fijada. En Les platges del clatell, la tercera novela del poeta Joan Vigó (Barcelona, 1964), el tesoro de la memoria son los poemas perdidos y hallados de Berta Epstein, Bepsta, una malograda y bella poeta morfinómana (“jo he plorat estrelles i incendis / en cambres humides”), amante de Francis Picabia, que vivió en París y que desapareció en 1923 a los 24 años, suicidándose probablemente (y digo probablemente porque con Vigó todo lo que no está cerrado es susceptible de reabrirse en su obra posterior) arrojándose al Sena (“Somniaré inerta amb el rictus dels peixos / i duré l’aigua de París a les entranyes”).
Artistas de la talla de Francis Picabia, Benet Rossell, Pablo Picasso, Palau i Fabre, Kiki de Montparnasse, Erik Satie, Man Ray, Stacia Napierkowska, Marcel Duchamp, André Breton… son, en mayor o menor medida, protagonistas de esta novela puzle, novela matrioshka, novela trampantojo, novela documental que dialoga desde sus tres planos temporales con la obra anterior del autor (la visita de Rossell y Miralda en 1971 a la licorería del Russell de Haiku a Brooklyn, la malograda Bepsta o la marquesa Luisa Casati: Vides potser) creando (¿cerrando?) un, de momento, tríptico metaliterario de carácter híbrido y, en Les platges del clatell, absolutamente oulipiano, vilamatiano y bolañiano.
A la manera del Decamerón (Giovanni Boccaccio) o de El manuscrito encontrado en Zaragoza (Jan Potocki), a la manera del mismo Vigó en Haiku a Brooklyn, un hallazgo documental desencadena la trama: los poemas de Berta Epstein, rescatados en un primer momento por Francis Picabia cuando esta, en un momento de desesperación narcótica, pretende lanzarlos por la ventana; enviados por Picabia a Breton para que los publicase en Littérature, y olvidados y rescatados varias veces hasta llegar a las manos de Corsini (estudioso literario y peculiar goshtwriter) que los entrega a Vigó (el personaje ) quien los incluye como un insert con identidad propia en la novela con la misma estética que los poemarios de la colección Alabatre donde Vigó (el autor) publica (¡oh, casualidad!) los suyos. “Mentre Baixa l’escala i els crits d’ella s’esvaeixen, de la mateixa manera que intueix que la seva historia amb Bepsta està arribant al final, té la certesa que, havent-se quedat els seus poemes, està salvant alguna cosa. Tal vegada el llegat que en quedarà”. Treinta y tres poemas y veintidós escritos fragmentarios “robats als escarbats”: el legado del que ahora, en una constatación de la teoría bretoniana del azar objetivo (hasard objectif), podemos disfrutar.
La novela trenza una cronología triple (los años 20 en París, 1971 en Nueva York y la Barcelona contemporánea) en una suerte de informe literario, detectivesco y documental (un recurso similar al recientemente utilizado por Hernan Díaz en su magnífica Fortuna). Tan pronto estamos con Picabia en el París de las vanguardias, como observando la vida en Nueva York desde la mirada voraz de Rossell y Miralda (“jugàvem a ser artistas quan, de fet, érem artistas”); tan pronto seguimos las hazañas erótico artísticas de Picabia por tierra y mar (la institutriz de su hijo Lorenzo en la casa familiar de Mougins, la bailarina rusa Stacia Napierkowska -inmortalizada en sus cuadros como Udnie- en su viaje a Nueva York a bordo del La Lorraine), como asistimos a un accidente de coche durante el rodaje de French Connection (William Friedkin, 1971) que deriva en una noche de mezcal (¿Los suicidas?) frente a un peculiar altar picabiano; tan pronto asistimos a los argumentos de Picasso sobre las mujeres y las musas (“No són muses. Són fonts elèctriques de desig que ens connecten amb el centre de la terra”), como disfrutamos del cielo cubista de Manhattan desde Welfare Island. Rossell y Picabia, artistas totales ambos (pintores, poetas, multidisciplinarios), unidos por el hilo de la bohemia y la imperiosa necesidad de exprimir la vida, curiosos, calidoscópicos, poliédricos, anti dogmáticos, parisinos a ratos. Rossell y Picabia: “aristòcrates de l’esperit”. Dos figuras ante el mismo espejo, dos reflejos de dos mundos desaparecidos que convergen en el actual de la mano de Corsini y de Vigó (personaje y autor), tras el hallazgo y la edición de los poemas de Berta Epstein, en un doppelganger que multiplica la fractalidad de los personajes.
El aparente juego de casualidades que impulsa la(s) historia(s) se sostiene en un minucioso trabajo de investigación y documentación histórica (condensado en el Àlbum final, un despliegue forénsico de pruebas documentales que certifican la veracidad de lo narrado) en el que Berta Epstein está, por acción o evocación, en el centro de la trama. Bepsta, la mujer con “la sang més perfecta que et puguis imaginar”, la protagonista azul de La femme aux allumettes (Picabia, 1924), la que huyó a los catorce años del barrio judío en el que vivía al saber que sus padres la querían casar con un rabino, rescatada de la prostitución callejera por su amante Béatrice Dumont (“les dues col·leccions d’ossos simètrics / que som tu i jo / Béatrice”), iniciada por esta en la morfina (“Era com un animal ressentit. Tenia tanta ràbia a dins que només l’apaivagava amb morfina”), liberada y libertina, admiradora del salvajismo vital y literario de escritoras como Nancy Cunard o Valentine Penrose, y a quien ni el amor siempre tempestuoso (“ell s’enamora en allau”) ni el dinero de Picabia le bastaron para alejarse de un final trágico (“Car no he nascut / per ser salvada / sinó per ser la meva pròpia força / entre aquests papers / i les agulles / malgrat el teu bon cor”).
Bepsta, prostituta y poeta (“cristalls d’un temps que ara recordo”). Bepsta, morfinómana y poeta (“i els ossos se m’esquerden quan tremolo / i fa set només de mirar enllà”). Bepsta, “dona, parpella, espasme laminat, ull sísmic del cor, sina lloma” y poeta. Bepsta, fantasmal Cleopatra de París y poeta (“Volar damunt de totes les teulades / reposar als engonals de la Torre Eiffel”). Bepsta, la poeta de la sonrisa y la felicidad efímeras (“Trampa del somriure. Llàgrimes cares”). Bepsta, la poeta que huyó de los disturbios entre surrealistas y dadaístas en el Théatre Michel la noche del 6 de julio en París camino del Pont de la Concorde…
“Serà de nit:
ulls clucs
el salt
damunt els peixos adormits
la queixalada
de mans i de dents d’alga.
Serà de nit.”
La polifonía de Les platges del clatell encaja con precisión artística y mecánica, componiendo en sus capítulos un catálogo fabergiano de orfebrería literaria. Picabia por voz del narrador. Rossell en voz propia en lo que parece una transcripción escrita de conversaciones. Berta Epstein en la evocación de Béatrice, en la carta de Casati a Schiaparelli. Y Vigó, el autor que escribe y el personaje que escribe, como el alquimista que combina los elementos hasta dar con la/su piedra filosofal: los poemas de Berta Epstein. Novela, también, juego. Novela reto para el lector que puede optar por confiar en la veracidad del relato, ser cómplice de un Vigó más detective salvaje que nunca, o intentar el despiece entre la realidad y la ficción. Yo opto por entregarme a la historia, como ya hice cuando vi My Mexical Bretzel, por la complicidad con el autor, por ser parte del caleidoscopio literario (“Fer girar el calidoscopi, no és potser crear formes atzaroses que en persegueixen unes altres?”) y por disfrutar de la trama, de la lírica, de los reflejos dioramáticos y del mantra benetrosselliano: “no cal entendre-ho tot”.
Termino esta reseña con un regalo poético para su autor. Tuve la suerte de compartir con él tardes de exhumaciones literarias (composición de poemas hurtando palabras de otro texto bajo una traba oulipiana –porque como afirma Picabia “en la poesia tot és i tot pot ser”-) y ahora hago bandera de su juego utilizando su voz y constriñendo mis versos a lo que leo como unas nítidas instrucciones exhumatorias en la página final de sus agradecimientos: “El cognom Picabia apareix en el llibre 184 vegades. Epstein, 54. Rossell, 53. Picabia, 49. Palau, 27. Napierkowska, 9.”
“Joc de miralls
els ulls perduts en un enllà fet de no-res,
tant era
em va sacsejar per dins.
Volia ser poeta:
a cada pàgina marques de llapis. Itineraris.”