Orfanato, de Serhiy Zhadan (Galaxia Gutenberg) Traducción de Andrei Kozinets | por Juan Jiménez García
¿Cómo contar la guerra? Escribo esto y lo primero que me viene a la cabeza es, precisamente, Guerra, de Louis-Ferdinand Céline, ese primer capítulo encontrado de ese libro perdido, perdido durante décadas, luego encontrado, luego ahí, con ese Ferdinand que despierta, herido, y está rodeado de cadáveres y atraviesa un campo de cadáveres. Pienso en Orfanato. El protagonista atraviesa un mismo campo de muertos. El problema, por llamarlo de algún modo, es que sus muertos están vivos. Sus muertos, si no están vivos del todo, al menos quieren vivir. Volver a la vida o no irse de ella. Volver a la vida es huir, es escapar, salir de sus refugios, de sus hogares, abandonarlo todo, lanzarse a los caminos para encontrar la nada. En determinado momento de la novela, el protagonista, Pasha, aspira a no ver a nadie, a no oír nada, olvidar ruidos y olores, olvidar lugares, olvidar. Orfanato es la historia de un viaje. Un viaje sino al fin de la noche, si a un mundo en camino, en eterno movimiento de vaivén. Un espacio en el que nosotros es un término confuso, como ellos, como los otros. En el que las banderas han perdido sus colores, los vencedores no saben que han vencido y los perdedores no se reconocen como perdedores. Estamos en Donbás, en el este de aquella Ucrania, aunque aquí se habla de sur y norte, por los enfrentamientos avanzan en esa dirección. Donbás es una región prorusa (dicen) y se formaron milicias que se hicieron con aquella zona y que fue el germen de la actual guerra rusoucraniana, después de años de enfrentamientos interpuestos. En la novela de Zhadan, no sabemos quién es quién (son intuiciones, certezas que se quieren intuiciones) y ellos mismos se lo preguntan y lo preguntan una y otra vez. Podríamos pensar en una guerra civil, pero es como una explosión interior en la que, de pronto, hay que posicionarse, estar en algún bando. La pregunta se repite: y tú, ¿con quién estás? La respuesta siempre es con nosotros. Pasha es profesor. Enseña lengua ucraniana. Volvamos atrás. Tiene treinta y cinco años. Su padre le pide que vaya a por su sobrino. Su sobrino está en un orfanato, en zona de combates. En realidad, su sobrino no es huérfano. Su padre se marchó. Su madre, la hermana de Pasha, es revisora en trenes. Lo ha dejado allá. Solo eso. El muchacho ha tenido algún problema. Está allí, en todo caso. Hay que ir a recogerlo. Pero ir a recogerlo, lo que antes sería nada, ahora es ir hacia lo desconocido. La línea entre unos y otros se ha movido. Dónde antes había un control, ahora solo hay el anuncio de que se aproximan los otros. No hay opción, hay que seguir, como sea. Ese como sea, es el viaje alucinado, alucinante, asfixiante, oscuro como lo más oscuro, solitario, pero nunca solo. Primero sin nadie, luego con Sasha, su sobrino de trece años, de vuelta. Mientras todo se derrumba o está derrumbado o está por derrumbarse. Atraviesan ruinas, sótanos con refugiados, calles desiertas en las que se presiente la muerte, caminos solitarios, campos peligrosos, cadáveres de perros o, peor, jaurías de perros callejeros. Muertos. Fragmentos de muertos. Olor a carne quemada, olores indefinibles, ruidos que les consumen, tanques que avanzan en el vacío. Luego, la nieve, el frío, la miseria. Alguna cosa buena, pocas. Siempre el miedo, el miedo extremo. Por momentos, todo se viene abajo, también nosotros, lectores. El libro nos ahoga, el aire enrarecido. Nada nos es indiferente. No entendemos, como Pasha, dónde andamos. La deriva es el movimiento natural. Cuando ocurre algún reencuentro pensamos, ah, era aquel, aquel que encontró hace tiempo… Hace tiempo es un día o dos de los tres que abarca el viaje. Hace tiempo son unas cuantas páginas. El tiempo se ha detenido. Caído por un precipicio, ha quedado ahí abajo, entre las rocas, hecho pedazos. Como la Historia.