Madre de corazón atómico, de Agustín Fernández Mallo (Seix Barral) | por Gema Monlleó
“un día comienzan
a dejar silencios cuando les hablas, renuncian
los padres a la tribu,
no vuelves a ser niño”
Joan Fontaine Odisea, Agustín Fernández Mallo
Escribe Agustín Fernández Mallo y yo leo y callo. En realidad, no. Yo leo y asiento. Leo y aplaudo. Leo y comparto. Leo y envidio. Leo y escribo. Leo y callo, pero no callo porque comienzo a avisar a mis amigos lectores de que este libro no se lo pueden perder. Leo y callo, pero no callo porque necesito que mi fiebre fernándezmalliana sea compartida y epidémica. Leo y callo, pero no callo y así es, y así ha sido, desde 2015, desde que leí su Poesía reunida, y así es y así ha sido con Trilogía de la guerra, y así es y así ha sido con La mirada imposible, y así es y así ha sido con El libro de todos los amores. Y así es y así ha sido y así está siendo con esta Madre de corazón atómico. Y así será este verano (estoy segura) cuando me adentre en el mítico Proyecto Nocilla que en su momento no leí. ¿Es Fernández Mallo un autor imprescindible en mi biblioteca? Sí ¿Va a ser esta una reseña entusiasta? Sí, claro que sí. Y no por ese irreductibilismo mío que me caracteriza, no, sino porque este libro es una pequeña enciclopedia del mundo intelectual-literario-existencial de Fernández Mallo que tanto admiro y que aquí se muestra desde la carnalidad de sus cimientos dando respuesta a los porqués elípticos de muchas de sus propias (¿)obsesiones(?).
Voy a ello. Madre de corazón atómico es, aparentemente, un libro sobre el padre de Fernández Mallo, sobre la vida de un padre singular y la huella de este en/desde su hijo, y sobre las muertes del padre (la primera, la kafkiana –“construir tu mundo a través de mundos ajenos a tu entorno”-; la segunda, la vital). Por ende, y dada la facilidad de Fernández Mallo para viajar literariamente de lo personal a lo colectivo, este es un libro sobre la muerte. Sobre la Muerte. Sobre LA Muerte (nota al margen: últimamente me pregunto si no será la muerte el tema que contiene todos los temas, si es posible escribir sobre algo más que La Muerte). “La muerte es una clase de resurrección, no es un final sino un punto de partida. El muerto reaparecerá, se hará presente en tu vida muchas veces y de mil formas distintas”. Y es esa presencia, la arqueología funerario-antropológica en la vida del ya no vivo y en la propia vida, la que dispara preguntas y respuestas (sobre el nacer -¿cuál es el verdadero momento del nacer? ¿podemos sentirnos nacer?-, sobre la identidad y la memoria del vivir -¿cuándo se acaba la vida? ¿cuándo ya no recordamos?-) en un proceso de duelo literario (“el duelo se asume pero nunca se acaba”) que se alarga durante los años en que el autor ha ido escribiendo esta novela (o este ensayo, o este largo poema elegíaco, o este intento (auto)biográfico: “transitamos nuestra vida entre dos cavernas, la del útero y la del cerebro, de las que jamás podemos salir”).
Vida, acción, compre(h)ensión, memoria, muerte. “A posteriori las cosas cobran el sentido que queramos darles. La memoria es literatura o no es”. Y ahí, en la literatura, desde la literatura, la figura del padre del autor (veterinario, creyente y practicante de la modernidad y el progreso, escéptico ideológicamente, más analítico que emocional) se “personajifica” y la epopéyica aventura del viaje a Kansas y Missouri en 1967 para seleccionar razas de vacas que transportar hasta Galicia (tormentas de nieve, averías mecánicas y electrónicas, y piloto veterano de la guerra de Corea mediante) se mezcla en una danza entre el presente y el pasado desde la estancia en la habitación-pecera 405 de la Clínica Modelo de La Coruña (una suerte de saco amniótico compartido entre el cuidador y el cuidado), la huida familiar de Asturias a León durante la guerra civil para escapar sucesivamente de ambos frentes y del envío (rapto) de niños a Moscú (incluyendo un episodio propio de Los girasoles ciegos -Alberto Méndez, Anagrama, 2004-), los viajes del autor en vacaciones y giras literarias, su experiencia como radiofísico hospitalario (no me quito de la mente la visión del orificio en la cabeza de un paciente, el hueco, el vacío que dejaba ver la masa cerebral, algo que me retrotrae a las heridas de los soldados de la I Guerra Mundial y al rostro incompleto del Édouard Péricourt de Nos vemos allá arriba -Pierre Lemaitre, 2013-), los fines de semana de la niñez visitando granjas con el padre en trayectos silenciosos que construirían la textura de su relación (la observación mutua erigiéndose mayestática, “el hilo conductor subterráneo”), la construcción de un archivo vital físico (indexado) al que regresar como prueba, regalo o/y liturgia (el chocolate con churros de la Churrería Bonilla, “objeto literario de lo prosaico”), y el otro archivo, el de los ritornellos contra la soledad cósmica y la serialización como ritual (¡hola, Problemas del Milenio! -¿por qué en mi mente Grigori Perelmán y Miroslav Tichý son como hermanos gemelos?-, ¡hola, pared de la casa de Deyá). ¿Road novel sobre la muerte? Sí, un poco sí (“El río, muy lejos / -ya casi no lo oigo- / no detiene su hemorragia” 1).
Madre de corazón atómico está plagada de “nudos sentimentales” a modo de magdalenas proustianas, la genealogía de la arcadia fernándezmalliana: las galletas Artiach como premio al cálculo mental infantil paterno, la avioneta estrellada en el pazo del Río durante el verano del 1973, el coche en el puerto de Piedrafita nevado en los 70 (“la nieve cae, se posa en las cosas del mundo y vuelve a dibujar la silueta del mundo, la nieve es una magnífica redundancia”), la excursión a Peña Cefera y el ácido benzoico de los arándanos, el bote de lápices hecho con cuerno de vaca vaciado… Por la novela transitan también (¿existen los cameos literarios?) las sombras de algunos fantasmas (Wittgenstein -el hombre y su filosofía-, William Carlos Williams, Curzio Malaparte, David Foster Wallace, John Lennon el día del balazo, Álvaro Cunqueiro, los cuadros de Giorgio de Chirico, la familia Panero…) y se dibujan cosmografías de amistad y admiración (Eloy Fernández Mallo -¡hola, Magnetic Fields!-, Mario Bellatín, Eduardo Moga, John Cage, Bill Viola…) que siembran el camino lector de pistas que yo, Pulgarcita incondicional, voy siguiendo.
¿A partir de qué estructuramos nuestra convivencia con la realidad? Me atrevo a afirmar que Fernández Mallo lo hace a través del fuera de lugar (Kurt, el astronauta “borrado” de la historia; Venecia tras el Gran Apagón; las vacas viajeras del avión), de esos márgenes físicos o no que conforman un itinerario por lo no evidente, por las marcas silenciosas de los caminos, un archipiélago personal de incertidumbres, el gabinete de curiosidades íntimas que puede ser pregunta o respuesta según la fase del ritual (porque Fernández Mallo es un escritor litúrgico), un bosque de imágenes (“las imágenes se retiran lo justo para poder ser contempladas” 2) y palabras (“¿qué es un bosque sino un evangelio mudo” 3) como tentativa de inventario para celebrar el enigma binario más viejo de todos los enigmas: ¿qué es la vida?, ¿qué es la muerte?.
Madre de corazón atómico es una entomología metafórica de la muerte (aunque la metáfora sea el parapeto tras el que se esconden los poetas -y no se ve pero le estoy guiñando un ojo al autor-) y la constatación de la vulnerabilidad cuando el cielo protector se derrumba (“él era el cielo sobre mi cabeza, y como todo cielo, aunque en ocasiones se revele tormentoso o injusto, también es protector”). Desde su estilo personal Fernández Mallo ha escrito su particular “año del pensamiento mágico” (“en qué momento se instala el laberinto / en tu cabeza” 4) y sigue la estela de Kate Zambreno (Mi libro madre, mi libro monstruo, La Uña Rota, 2022) o de Roland Barthes (Diario de duelo, 2009) y en menor medida de Annie Ernaux en No he salido de mi noche (Cabaret Voltaire, 2017) y El lugar (Tusquets, 2020), de Delphine de Vigan en Nadie se opone a la noche (Anagrama, 2012) o de Paco Roca en La casa (Astiberri, 2015).
“Un organismo es el espacio natural de la bruma”. Y la bruma invade en el tránsito hacia el dejar de ser, durante un proceso que no es sólo el del envejecimiento sino el de los espacios internos que van quedando vacíos (“este faro me hunde en la actualidad y la distancia” 5), el de los huecos de/en la memoria que destruyen la identidad (algo así como esas zonas cóncavas de los cuadros de Magritte). El curso del dejar de ser, del desvivir, es también una metamorfosis inversa, una flotación en un espacio-tiempo mutante, el aprendizaje de un álgebra metafísica con la que llegar al punto 7 del Tractatus Logico-Philosophicus (“Sobre lo que no podemos hablar, debemos guardar silencio”). Abocados a la muerte, no hay aprendizaje sobre ella ni tampoco alejamiento posible cuando sucede (“el muerto siempre se queda”). Nos queda, eso sí, la literatura, la “mitológica ficción” (me apropio del término, Agustín) que cada uno de nosotros construimos con los archivos atómicos de las palabras y las imágenes que nos conforman.
Escribe Fernández Mallo y yo leo y callo, pero no callo y aplaudo y comparto y envidio y escribo y recomiendo y, sobre todo, agradezco y felicito.
Coda 1: Aunque Madre de corazón atómico es un libro sobre el padre, el título refuta de manera amable el principio de incertidumbre de Heisenberg por más que se sustente en la coartada del disco homónimo de Pink Floyd.
Coda 2: imagino una instalación performática con veinte pares de ojos iluminando la warholiana serie de cabezas de cerdo de las portadas de la histórica revista Pig International.
Coda 3: “Llegará un día en el que los veranos y los inviernos no se distingan por los pétalos de las flores sino por sus raíces”. Deseo desde ya, querido Agustín, una novela con esta moja del siglo XV como protagonista.
1, 2, 4 y 5 Ya nadie se llamará como yo, Agustín Fernández Mallo. Seix Barral, 2015
3 La idea natural, María Negroni. Acantilado, 2024.