La segunda venida de Hilda Bustamante, de Salomé Esper (Sigilo) | por Gema Monlleó
“¡Cómo me horroricé al verme reflejado en el estanque transparente! En un principio salté hacia atrás aterrado, incapaz de creer que era mi propia imagen la que aquel espejo me devolvía.”
Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley
Regresar de la muerte. ¿Es posible regresar de la muerte? Y, caso que sea posible, ¿para qué? En mi imaginario los regresos de la muerte responden a dos premisas: la religiosa (sigo recordando los intentos de “objetivizar” la resurrección de Cristo más allá de la fe en que incurrían con voluntariosa recurrencia las monjas de mi colegio) y la del terror zombie. La segunda venida de Hilda Bustamante, primera novela de Salomé Esper (Jujuy, Argentina, 1984), no responde a ninguna de ellas. ¿Entonces?
El regreso de la muerte puede ser un deseo (del muerto, de los vivos que lo añoran) que nadie se plantea desde el raciocinio puro (nadie, el muerto menos que nadie). Cuando Hilda Bustamante despierta lleva un año muerta. Murió a los 79 años, ¿tiene ahora 80? Su despertar (gusanos en la boca, oscuridad, cuerpo intacto, cajón de madera) la coge de improviso. No recuerda estar muerta, tampoco se sabe viva cuando comprende que está enterrada y que deberá atravesar varias capas de tierra para salir a la superficie. Después de golpear la madera, “empujar, quebrar la materia que antes la guardaba, separar la tierra en dos, desmentir un mal diagnóstico”, después del calor y el esfuerzo, la asfixia y el sol, el aire, la vida, Hilda deshace el último camino no andado por ella (el del cementerio) y regresa a su casa. ¡Hola!, tres páginas de la novela y no hay epifanía ni terror, hay realismo o, mejor dicho, hay veracidad en la forma de contar lo inexplicable. ¡Hola!, ¿realismo mágico? ¡Hola!
En la historia, ¿el cuento, la fábula?, de Esper leo una apuesta por la aceptación, un curioso carpe diem en el que las preguntas están de más si lo que se pretende es realmente disfrutar del momento. Hilda regresa, Hilda efectúa su segunda venida, Hilda se presenta en su casa en la que siguen estando las personas a las que amó (amar de amor de pareja, amar de amor maternal sin hijos, amar de amistad, amar de justicia -¿se puede amar por justicia? Sí, se puede amar por justicia-). En casa Álvaro, su marido, su pareja otoñal, el no-padre de los no-hijos que no tuvieron, su enamorado, el que “entraba lentamente en letargo, disponiendo su cuerpo a la espera de otro tiempo en el que los dos estuvieran juntos de nuevo”. En casa Amelia, la no-nieta “tan poco nieta y tan nieta a la vez”, la niña con la que Álvaro comparte tardes, meriendas, deberes, y eso tan abstracto y necesario que son las enseñanzas de vida desde el respeto y no la imposición. En casa Gabriela, la mamá de Amelia, la que llegó a la cuadra con su pareja y su bebita provocando el reverberar del dolor del corazón de Hilda por la ausencia de hijos, la mujer maltratada a la que Hilda salvó expulsando al marido, la no-hija pero casi hija adoptada. “Abuelito, vino mamá Hilda”. Y Hilda hecha carne, Hilda llena de tierra, Hilda despeinada, Hilda sucia, Hilda desconcertada, ”), Hilda de nuevo en casa (“hubiera querido decir que el corazón le latía con fuerza pero era todo su cuerpo latiendo, indistinguible el epicentro, abrumador el golpe, un latir que todavía no sabía si era real”). “Abuelito, vino mamá Hilda”. Y regresa el recuerdo de la muerte, del entierro, de la soledad y la tristeza. “Abuelito, vino mamá Hilda”. Y el amor se reencarna y se reencuentra y se abraza.
La mirada de Esper sobre Hilda y los demás personajes de la novela es de benevolencia, de comprensión, de dulzura y a partir del manto de ternura con que los cubre reflexiona sobre la vida y la muerte (“desexistencializando” vida y muerte), sobre la familia (sobre los modelos de familia, que quizás ya no se corresponden con la normativa familia clásica pero cuyos lazos son, estos sí, irrompibles), sobre el amor (y lo que hacemos por amor -¡hola, Genaro!- y lo que el amor nos hace y en lo que nos deshacemos y por lo que nos rehacemos), sobre la fe (porque no hay pueblo pequeño de indeterminada época que no se vea mediatizado por la iglesia, por las bondades de la religiosidad -¡hola, amigas Devotas!: “rezamos, vamos a misa, cuando se puede ayudamos, no siempre se puede, es difícil esa parte, lo lindo es que nos acompañamos”– y por las hipocresías fariseas), sobre la amistad (la amistad desde la observación, el silencio y la sororidad -de nuevo, ¡hola, amigas Devotas!, ¡hola, Susana y tus novelas de misterio!, ¡hola, Carmen!, ¡hola, Clara!, ¡hola, Nora!-). Y con todo ello, desde todo ello, lo inexplicable. Y lo inexplicable no es sólo Hilda, no es sólo la nueva venida de Hilda (“-¿Qué pasó, Hildita? -No sé. Abrí los ojos y estaba allá”), es lo que viene con Hilda, lo que viene tras Hilda, las campanas que tañen y tañen y tañen, los cristales que estallan en las ventanas de las casas, la plaga de langostas que repinta las paredes del pueblo, la alfombra de velas cubriendo el jardín, los secretos (los secretos sobre la venida, sobre contar o no la venida, sobre cómo contarla si hubiera que contarla y el gran secreto dejase de ser secreto), los rumores (el “cirujeo necrológico”), la lluvia, las lluvias, el barro (“Hay ciclos también en lo profético y lo misterioso. El orden que guía al universo y a sus formas descansa en cada venida de la muerte, cada langosta y cada vidrio explotado. Adentro de ellos, la explicación que nadie alcanza”). Y con todo ello, desde todo ello, lo inexplicable como un cuento, como si la novela fuese una trasposición escrita de esas historias que pasan de abuelos a nietos mediante tradición oral, una oralidad que en Esper bebe también de la lírica, de su condición de poeta.
¿La salvación? ¿El apocalispsis? “Si Dios fuera perfecto no se le habría escapado un muerto”. ¿Se le escapan los muertos a Dios? ¿A dónde van los muertos que viven una segunda venida? Regresando al principio de la reseña, al no fervor religioso ni al terror zombie, a la duda por los motivos, por la gran respuesta, Esper no busca ofrecerla sino plantear su fábula sin moraleja desde una mirada que se acerca más a la de Amelia (“su soltura metafísica, su discurso sin límites, su amor sin preguntas”) que a la de los adultos que (¡ains!) necesitamos tantos motivos para creer como para descreer. ¿Es la venida de Hilda un milagro?
Mary Shelley y su Frankenstein, Mary Shelley escribiendo en el cementerio de St. Pancras junto a la tumba de su madre Mary Wollstonecraft, Mary Shelley declarándose a Percy B. Shelley en el mismo cementerio, Juan Rulfo en Comala, el Melquíades de Gabriel García Márquez, Gregor Samsa filtrado por la literatura hispanoamericana, una prima más para Aurora Venturini y el humor de Esper arropando a Hilda y a toda la troupe, un humor que roza también a Becket sin adentrarse en su oscuridad. En La segunda venida de Hilda Bustamante no hay fatalismo, ni doctrina, ni denuncia (porque la venida, la re-venida, es vivida como una propina, como una fiesta sin baile pero llena de bellas candilejas invisibles); en La segunda venida de Hilda Bustamante el poder del regreso es sólo (¡sólo!) una partida extra para el disfrute sin miedo, para el amor, ¿para los milagros?, para el milagro del amor.
Coda: si quisiera que me enterrasen no tendría dudas: tumba con cuatro tubos de metal y sombrilla de aleación a modo de techito.