La seducción, de Sara Torres (Reservoir Books) | por Gema Monlleó

Sara Torres | La seducción

“Fue en la carretera nacional, al levantarse el día, tras cerrar el segundo café, cuando le dijo que buscaba a una joven para que durmiera con él durante algún tiempo, que tenía miedo a la locura” 

Los ojos azules pelo negro, Marguerite Duras 

¿Es el tiempo de la espera el tiempo del deseo? ¿Es el tiempo del deseo el de las cábalas en/desde la mirada del otro? ¿Es el temblor deseante, el estadio intermedio entre la emoción y la pasión, el lugar del pausa del contemporáneo cuerpo productivo? Sara Torres (Gijón, 1991) ofrece su propia tesis en La seducción, su segunda novela, y digo novela cuando quizás podría decir también ensayo novelado o, en algunos fragmentos, especulación lírica (y es que la condición de poeta de la autora impregna el texto).  

El punto de partida desde el que se inicia el juego de la seducción es el siguiente: una joven fotógrafa se instala unos días en casa de una escritora veinte años mayor que ella para hacer un reportaje. El conocimiento y flirteo previo, vía correo electrónico, ha despertado en ambas la espita de un deseo latente. A ellas se une, en algunos momentos, una tercera y joven mujer (la única con nombre: Greta) que, a diferencia de las relaciones triangulares clásicas, ejerce el papel de “tercera en concordia” (que no discordia).  

La novela transcurre durante el tiempo del acercamiento y expone los diferentes modos de (con)vivir con la espera según la naturaleza y el momento vital de cada una de ellas alejándose de los arquetipos heteronormativos. En La seducción no hay vampira ni víctima, no hay donjuanismo ni candidez, no hay altar de poder ni sumisión. En La seducción el baile del deseo es bailado por ambas, y pese a la impetuosidad y el ansia de la más joven por consumar la fantasía iniciada tras el primer contacto virtual (“Porque su lenguaje desborda, imaginé un cuerpo capaz de entregarse. Pensé que volcaría hacia mí, estando presente, el mismo aprecio que ponía en las palabras que me dirigió”), el aplazamiento y la inconcreción son también espacio y tiempo gozado (“La seducción: esa carrera teatral donde nadie persigue ni huye, ni violenta ni recibe el daño, sino que las dos confluimos en la carrera, narcotizadas por el mismo movimiento de poses variables”). 

La que podría ser la-típica-historia-de-una-tensión-sexual-no-resuelta se convierte en manos de Torres en un elogio del deseo y la calma (“La mirada del deseo mira tanto que no ve, suspende el juicio porque ve a través de la fantasía; lo alucinado”), en una invitación al reverso de la prisa que nos consume (y en la que el consumir nos agota también en nuestras relaciones: “para llegar a la intimidad hace falta deseo, pero sobre todo hace falta tiempo, convivencia, exposición a la presencia de la otra”). El ritual amoroso es vivido desde la unicidad de cada una de ellas (que no individualidad) y el intersticio ofrece la posibilidad del autoconocimiento. Es ahí donde ambas exploran relaciones amoroso-erótico pasadas (“sentirse desgraciada en un paisaje perfecto es algo que difícilmente se olvida”), la herida primigenia de la madre (“Ojalá poder sentirme ligera, quizá solo avanzan ligeras aquellas a las que han querido lo suficiente. Las que han sido, al menos una vez, las favoritas”), el espejo compartido de daños pretéritos (“Nos miramos en oblicuo, pero directamente a los ojos. Es un lugar familiar, nos conocemos en el dolor”) y los modos de digerir la ansiedad (con/desde la comida y escondiendo el cuerpo en una: “bajo ropa neutra llevo un sexo que llora como un ego herido”, con/desde la preservación de un espacio-santuario en la otra: “un lugar donde caer muerta que no dependa del amor de los otros”).  

El antinormativismo de Torres se concreta en unos cuerpos de los que no se ensalza la belleza (tampoco la “diosa” juventud), una decidida voluntad contra la posesión en todas sus formas (ni siquiera los celos que en algún momento se apuntan son el leitmotiv para despeñarse sino el espejo en el que dejar de mirarse), una crítica explícita a la medicina que antepone la maternidad a la preservación de un cuerpo sano (en la referencia a un cáncer de cuello de útero de la mujer madura que “la ciencia” no quería extirpar: “han decidido que una mujer es un cuerpo con una bolsa de crianza”), el punto cronológico del escapar de las expectativas impuestas (“Mi primera conciencia política fue eso un no rotundo al rito de paso por el que las niñas se convertían en mujeres en esta pequeña ciudad”), y una ausencia de fronteras y etiquetas para la amistad vs amor vs fantasía vs sexo que contradice la “productividad” turbocapitalista de los afectos (“un querer estar juntas sin saber en qué términos”) y que da lugar al desplazamiento y a la construcción del tercer lugar: “el del nosotras juntas”. 

La seducción, la tesis de Torres sobre el deseo y la intimidad, descansa ensayísticamente en las referencias explícitas a Roland Barthes (Fragmentos de un discurso amoroso: “Lo que el amor desnuda en mí es la energía”), Luciano Lutereau (“es en la ausencia donde la mente construye una idea del vínculo”) o Anne Carson (“eros-fuego-hielo, eros dulce-amargo”), que impregnan todo el texto. Las reflexiones de las protagonistas beben de ese corpus y el placer es ensalzado desde la metabolización del tiempo como aliado y del goce como destino saboreado desde el instante naciente. Las escenas eróticas de Torres tan marca-de-la-casa poseen la belleza del lirismo sin caer en lo cursi (“Serpientes sonámbulas haciendo sonar sus cascabeles. Moviéndolos un poquito, del mismo modo que el abdomen se eleva y baja en la respiración”) y su imaginario erótico es el del ensalzamiento de la intimidad y no el del deglutir ansioso-consumista (“El cuerpo se sabe deseado, entonces cede sudor, saliva. Encajan los muslos, los vientres, las caderas. Palpando las nalgas, sosteniendo”). 

Pese a que la voz que narra la historia es la de la mujer joven, en algunos capítulos se intercala la voz de la mujer madura en forma de cuadernos de escritura, permitiéndonos el rashomoniano juego de las perspectivas. La falta de nombre propio en ellas me remite a la escritura de Marguerite Duras donde el modo de difuminar a los personajes en algunas de sus obras es también en beneficio de un fondo que no es la trama sino la tesis. Asímismo hay ecos en La seducción de historias que narran cómo se mueven las placas tectónicas de una casa cuando un invitado se instala en ella (desde Segunda casa de Rachel Cusk -Libros del Asteroide, 2021- a la película Secretos de un escándalo de Todd Haynes, 2023) y en este caso la virtud de la autora está en optar por la placidez, la confianza, y la indagación dichosa en lugar del choque, los secretos dañinos (porque secretos hay) o el tormento. 

“La seducción sin correlato en acciones tarde o temprano termina en la decepción”, escribe Luciano Lutereau, y La seducción de Torres es también un dejarse guiar, dirigir y conducir hasta la consumación, un aprendizaje íntimo contra la obsesión, un antídoto contra la inseguridad, un marco teórico queer que puede ser referencial en relaciones sáficas o no, la deconstrucción identitaria de los marcos heteronormativos y un manifiesto ético por la ralentización afectiva y deseante. 


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