Chéljelon, de Marcelo Donadello (Fulgencio Pimentel) | por Juan Jiménez García
Cualquier mínimo movimiento, un gesto, cualquier mínima palabra, un soplo de aire, la ausencia de ese soplo del aire, altera de alguna manera el curso del universo, y, como integrantes del universo, a nosotros mismos. Y no a nosotros mismos ahora, sino cuando ni tan siquiera somos ese nosotros mismos. Un proyecto, el sueño de no sé quién, la pesadilla de otro, nada, una promesa de futuro, nada, algo que sucederá, dentro de unos minutos, unos meses, un año, diez, cien, siglos. El aleteo de una mariposa. Mariposa, chéljelon en tehuelche. Un día estás ahí, con la Meche. Estáis a lo vuestro, un poco de amor físico, el nene con la Vane. Una inconveniencia y todo se fastidia. Encima, llaman a la puerta. El piso es bien pequeño. Abres. Es Dios, que viene tocando el saxofón. Ni siquiera tienes fe. Ella sí. Ella se tapa. Dios entra. Empieza un irse atrás y adelante en los años. Los relatos se conectan entre sí porque algo en ellos es parte de algo en otro y ese algo en otro, parte de uno más, y ese algo más, está en otro. Cada cosa que ocurre, ocurre porque algo ocurrió antes, cada uno que está, está porque alguien estuvo antes. Cuando lees tienes una sensación rara, como de sentirte importante. Ah, sí, yo también soy parte de esa maquinaria. Es decir, todo existe porque Marcelo Donadello lo escribió. Pero existe porque yo, aquí, lo estuve leyendo, lo leí. Entonces, se moría un poeta en algún lado, una supernova estallaba en otro, escribe. También: qué herramienta insuficiente es la lengua, dice la vida, y que herramienta insuficiente es la escritura, dice la lengua. Entre tanta insuficiencia, el libro se sostendría solo sin necesidad de contar nada. Escritura por escritura. Es el primer libro de Marcelo Donadello, que en realidad es músico, y musicalidad es aquello que lo atraviesa. Una musiquilla, diría Louis Ferdinand Céline (cómo te gusta decirlo), un trabajo de armonías. Una composición. El universo se compone y se descompone y se vuelve a componer (hasta que un día esto ya no funcione, o no funcione con nosotros, nosotros como nosotros y nosotros como raza humana). Leí el libro una vez, y ahí había algo, tantas cosas, tantas cosas gustosas. Volví a leer el libro otra vez, y es aún más gustoso. En Chéljelon todo se agita, pensamiento, obra, lenguaje. Puede cruzar el cielo una Virgen de tergopol y, atrapada, cambiarle la vida a alguien. Puede. Aún no he escrito azar y tampoco destino, y no por falta de ganas. Se escapa una pelota y años después aquella niña es tu mujer, que prepara una pizza para ese Dios raro. Bueno, bueno. Podríamos seguir este juego hasta el infinito, pero mejor acabar. El libro termina con Así que… no sé. Casi que yo podría acabar igual esto… Chéljelon empieza en Ciudad equivocada, año cero. Decía: Merce, Ranquel y Dios. Son una sucesión de relatos, de historias y personajes. Los personajes las historias son como puntos en una noche. Estrellas. Esa era fácil. Como con esos puntos, con esas estrellas, trazamos imágenes, buscamos constelaciones, en esas imágenes encontramos formas, qué se yo, una osa polar, un carro, eso, qué se yo. En estos relatos, vamos adivinando formas, van cayendo otras, si releemos, estas no son las mismas, si volvemos a releer, otra vez cambia todo. El libro se agita, mientras seguimos más bien quietos, mecidos por el conjuro de las palabras. Rara vez sale un libro así. Es fácil que se fastidie por algún lado, pero no, no se fastidia. Podría haber seguido una eternidad, pero está bien que sea breve, como el aleteo de la mariposa (es que…). Que sean momentos, que los momentos sean fugaces, pero lejanos en el tiempo, o secuenciados. Es que la distancia del relato cambia, la distancia al punto cero. Sonríes, luego ya no tanto, pero ni las tragedias son tragedias. Ya sabemos que el ser humano está hecho para olvidar. Y es muy absurdo. Tanto. Dejémoslo. Cómo era. Cojo el libro en mis manos, busco la última página. Ah, sí, cierto. Así que… no sé.