Fucking New York, Història dels meus límits, de Laura Calçada (Destino) | por Gema Monlleó
“Sense alè, baf blanc, un tros s’acaba. Jo puc encara una volta. Una nit. Una altra nit. M’amputo les frases, m’empasso els marbres.”
El meu cap és fort allà on l’altra dansa, Martine Audet
(Conocí a Laura en la presentación de Un brindis per Sant Martirià de Albert Serra, H&O Editores. Coincidimos, ambas fans del director de cine, en la primera fila de la Librería Laie e iniciamos una conversación sobre los tatuajes de nuestras manos respectivas, los significados, los porqués, los cuántos, los con quién. Nos intercambiamos los alias de twitter y descubrimos que ya nos seguíamos, esas cosas de las redes en las que alguien te lleva a alguien que te lleva también a alguien en un remolino de clics. De Laura sólo sabía que se llamaba Laura, que le gustaban Jacint Verdaguer y Albert Serra y que quería hacerse más tatuajes.)
Algunos libros nacen haciendo ruido. Y cuando el libro que hace ruido es un texto autobiográfico normalmente el ruido viene dado por el quién y por los quiénes. Quién lo escribe y quiénes aparecen en él. Morbo manda.
Fucking New York es un dietario apenas datado de los cinco años que Laura Calçada pasó en Nueva York, entre 2013 y 2018. El quién, por tanto, es Laura y el primero de los quiénes es el popular periodista catalán Miquel Calçada (antes Mikimoto), su padre. Un quien de quienes elíptico y fantasmal, que nunca aparece de manera directa pero sí como “mano que mece la cuna” en primer grado de consanguinidad de doble dirección y que ejerce una paternidad amnésica. El resto de quienes son la familia, la comunidad catalana de la Big Apple, y algunos proceres del “mundillo” cultural y político (Jaume Roures y esposa, Oriol Junqueras…). Morbo manda.
(La segunda vez que coincidí con Laura fue en la presentación del Premio Anagrama de Ensayo: Curar la piel. Que volviésemos a encontrarnos para celebrar la fiesta literaria de tatuarse (es la primera frase del libro de Nadal Suau: Tatuarse es una fiesta”) me pareció, si no de justicia poética, sí de destino poético. En aquel entonces ya sabía de su libro, ya sabía que Laura era Laura Calçada, ya sabía del estruendo que estaba generando, y recuerdo felicitarla por agitar el avispero aletargado del “ecosistema literari català”. Nos reímos con ganas.)
La protagonista de Fucking New York se nos muestra como una mujer autodestructiva y narcisista (“els narcisistes estem carregats de romanços i veiem èpica on només hi ha feina per fer”), adicta (o casi) al alcohol y que coquetea con cuanta sustancia estupefaciente se le pone por delante, tan desinhibida sexualmente como para flirtear con la prostitución, que mantiene relaciones consecutivas y simultáneas con hombres y mujeres (con escenas de concupiscencia explícita), diagnosticada sucesivamente con trastorno límite de la personalidad, hiperfrenia y bipolaridad (ingreso psiquiátrico incluido: “no tots són bojos a un nivell que qualificaria de foll; n´hi ha com jo que el que volem és que ens cuidin”), que juguetea con la bulimia y el suicidio, que está a punto de convertirse infantilmente al judaísmo (“estava molt emocionada amb la simbologia de la novetat”), y que encadena trabajos en la hostelería (el catálogo de motivos de despido es singular) mientras estudia un máster en periodismo social que comienza sin saber si podrá pagar. Morbo manda.
Sin embargo, yo no diría que sea un libro sobre sexo, drogas y salud mental por más que en una lectura superficial estos sean los temas más explícitos. Morbo manda, ¿o no?
Leo a Laura y veo a una mujer desesperada en su constante búsqueda de un cariño que demanda de manera obsesiva y que ofrece con la misma intensidad. Veo a una mujer que muestra sin disimulo su vacío interior por la falta de raíces emocionales familiares sólidas. Veo a una niña bien (del ático en Paseo de Gracia a rozar en varias ocasiones la noche a la intemperie en Nueva York) que quiere ser una mujer sin adjetivos y que cae una y otra vez en sus propias trampas, esas que la hacen verse en espejos deformados tanto para “atreverse a” como para “hundirse en”. Veo a una mujer que “peterpanea”, que pese a saberse sexualmente libre y activísima se enreda en romanticismos tóxicos, que desde la más ¿fría racionalidad? aspira a un sugdar daddy (hola, Freud) con el que no cumple el primer artículo del pacto implícito: la fidelidad. Veo a una joven que llega a Nueva York cargada de antidepresivos y que deja la ciudad con un botín aún mayor (“viure atenta em descol·locava”). Veo a una mujer que bascula entre el hedonismo extremo y el masoquismo quizás inconsciente. Veo a una mujer perdida en su maraña de deseos profesionales y emocionales y que no encuentra la manera de desenredarse (“viure sense objectiu és una llei quan has crescut en la inseguretat, i Nova York et fa el joc”). Veo a una mujer que quiere amar pero no sabe (“els únics acompanyants a qui era fidel eren la solitud i la mentida”), que quiere complacer pero no puede, que quiere seducir y ahí sí, ahí siempre triunfa aunque el premio se le amargue casi de inmediato. Veo a una mujer vulnerable que lucha contra esa vulnerabilidad desde el instinto, follando para hacerse más fuerte, drogándose por no sentir(se), autoboicoteándose en una especie de profecía autocumplida de incapacidades varias (“sempre acabava perdent el camí de tornada a mi”). Morbo no manda.
Si Laura fue a Nueva York a la estela de la Carrie Bradshaw de Sex in the city (Darren Star, 1998) creo que no consiguió su objetivo inicial: ni columnas periodísticas ni Mr Big, aunque sí supo proveerse (al igual que Carrie) de una red-tribu que la cobijase, literal y metafóricamente, no sólo de la impiedad de la ciudad sino de la suya propia. Y es que este es uno de los talentos de Laura: ser sociable en cualquier circunstancia, transmitir una familiaridad confortable y caer bien. Tras ser atropellada por un coche de policía (desgracia que le ocasiona el despido de su trabajo de au-pair y le proporciona la americanísima experiencia de demandar a la ciudad) conoce en el hospital a Marlene y Collwyn, una pareja de ancianos judíos, extrabajadores sociales, que serán sus “padres americanos” y que la acogerán durante un año en su casa (“cap dels tres es qüestionava la nostra unió, agosarada a ulls de tota la gent que ens coneixia a banda i banda de l’oceà”). Más adelante conocerá en The Paper Box a Marc, su “hermano catalán” en la ciudad, con el que también convivirá y a una editora que le proporcionará el trabajo de cuidar gatos en áticos de lujo mientras sus propietarios están de viaje. Parece evidente que Laura tiene un peligroso ángel de la guarda que le pone a las personas adecuadas a su lado y nunca la deja caer del todo (y digo peligroso porque me temo que algún día se declare en huelga agotadísimo tras tanto trabajo). Morbo no manda.
El subtítulo del libro es Història dels meus límits, y no creo tanto que el leit-motiv de Laura sea saltárselos continuamente como conocerlos, reconocerlos, delimitár(se)los y amoldarse de manera lúcida y consciente, a ellos (“fugint no coneixem el límit”). Laura bucea en sí misma mientras transita por todas las fronteras en las que un paso en falso en su equilibrismo (¿)vital(?) puede hacerla caer de manera letal. Me atrevo a afirmar que Laura no vive, Laura cabalga al galope (“un petit animal governat pels impulsos”), alienada a veces (“eufòrica defora i absent per dins. Un buit magnífic”), y pese a caer cíclicamente agotada por su propia adrenalina es capaz de mantener de manera retrospectiva la capacidad analítica para narrar por qué se ha derrumbado cada una de las veces y cómo remontó (“coneixe’s un mateix es contradiu amb la fuga”). Morbo no manda.
Fucking New York, como diario y memoria, apela en mi mente lectora a otros diarios y memorias: los de Anaïs Nin en su impudor, las de la autodestrucción de Tove Ditlevsen (Trilogía de Copenhague, Las caras), los de la infelicidad y la huida de Teresa Wilms Montt, las de la voracidad y las inseguridades de Kurt Cobain, las autobiografías ¿noveladas? de Karl Ove Knausgård o el exhibicionismo rabioso de Michel Houellebecq (autobiográfico en Unos pocos meses de mi vida). Laura narra sin filtros, sin pudor, sin pretender la empatía, gritando para que la miren quienes ella desea, de forma temeraria y ¿excesiva? y compone un “agitado y mezclado” de recuerdos, reflexiones, hechos, cartas, conversaciones de whatsapp, correos electrónicos que confieren el realismo nada edulcorado de la inmediatez al texto.
(Termino la lectura del libro enviándole un mensaje a Laura en el que la llamo kamikaze adorable –por el lugar desde el que cuestiona el concepto inmaculado de familia sin importarle que eso la señale aparentemente como culpable- y explicándole el nudo que me ha provocado todo el dolor que se esconde tras el ineludible morbo con el que inicié la lectura. No, morbo no manda. Pienso también, y no se lo digo, que está en permanente lucha contra un entorno hostil del que quizás ella misma sea el núcleo y en el que tal vez, con su rabia descontrolada, con esa capacidad para abrirse la camisa y gritarle a los hados “un poquito más”, irradia la imposibilidad de una cierta placidez.)
Memoires (término con el que a Laura le gusta denominar a su texto) sobre la soledad (“aquella ràbia meva que jo només sabia detectar com a tristesa era l’extrema solitud en què existia”) y el aislamiento en una ciudad apabullante y bulliciosa (“la llampant desigualtat de Nova York ens iguala a tots. Nova York és present descarnat”). Retrato descarnado y temerario de un animal salvaje y herido en unos años de excesos e inflexión vital en la deshumanizada ciudad que tan bien retrató Federico García Lorca en su Poeta en Nueva York:
“La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.”