Días nómades, de Edgardo Cozarinsky (Pre-Textos) | por Juan Jiménez García

Edgardo Cozarinsky | Días nómades

Viajar para encontrar partes de uno mismo dispersas en lugares lejanos, lugares en los que nunca habíamos estado, o tal vez sí, siendo otros, más jóvenes, menos prevenidos, otros. El viaje como forma de reconocimiento. Cuando Edgardo Cozarinsky escribe sobre los lugares de Días nómades, está volviendo sobre algo que está allí, que estuvo allí, que se quedó o quedó guardado en algún rincón de todas esas cosas acumuladas con los años, con el tiempo, con el paso del tiempo. Recordar es reconstruir algo que ya no existe. Es aproximarnos, rozar las cosas, las personas, interpretarlas bajo otro presente, otro yo. Resulta difícil ver la vida como una continuidad y no como nos la devuelve nuestra memoria, sucesión de instantes, relación de fragmentos. Los textos son dispares. Cuando estos encuentran una mayor amplitud, la vida de los demás también encuentra su acomodo. Cuando escribe sobre aquella Tánger añorada, internacional y llena de escritores que huían de un mundo y de unas costumbres, que buscaban una libertad, cuando la libertad era una palabra no manoseada y arrastrada por el fango. Aquella Beirut que no era este cúmulo de ruinas incapaces de volverse a poner en pie, sino una ciudad capaz de convivir con sus circunstancias (las mismas circunstancias que acabaron por destruirla, convertirla en un trozo de tierra a la deriva). Aquella Nápoles, siempre viva, pero siempre con la muerte presente. La Nápoles de Totò o Eduardo de Filippo, pero también la de los barrios peligrosos, roídos por la Camorra. Tres lugares en los que el presente es una acumulación de pasados. 

En otros, en los que han transcurrido muchos años, una vida, una de esas múltiples vidas, traza apuntes, líneas que rasgan ese tiempo. En primer lugar, París, que son sitios, espacios, de los que se pregunta dónde están. En esos lugares, a veces se contienen tardes de abril. Otras, aprieta el paso para escapar de las promesas incumplidas hechas a aquel adolescente que también fue. Berlín le trae el este y el oeste. Rodas, la vanidad de toda noción de pureza. En Buenos Aires los recuerdos son íntimos, no son anécdotas de paso, apuntes al vuelo, sino que cada rincón esconde algo, algo que dejamos escrito y que ahora volvemos a leer, desde la distancia (pero la distancia es una convención que nos hemos dado para apartarnos, de las personas y las cosas, e igual de los sentimientos). Cuando vuelve sobre San Petersburgo, está la Avenida Nevsky, Gogol y el frío. En Tallin no hay nada, porque escondieron su pasado soviético, hasta las estatuas puestas por el día son destruidas esa misma noche. Un día quiso visitar Matera. Matera es ese lugar al que el Cristo de Carlo Levi no llegó. Esas montañas carcomidas de miseria, cuevas acogedoras de miseria. Lo que fue la vergüenza de esa Italia salida de esa segunda guerra y del fascismo, ahora es patrimonio de la humanidad, y se construyen hoteles donde antes se moría indignamente. Toda esa distancia hemos recorrido, y toda esa distancia ha recorrido Edgardo. 

El último lugar solo podía ser un lugar donde nunca había estado, pero del que de algún modo venía. La Odessa de la abuela materna, de su madre. Enfermo, en un hospital de París, escribió sobre aquella ciudad de geografía incierta. Escribió un relato y lo consideró como un salvavidas. A partir de ahí, de esa conciencia de estar en una edad en la que uno podía morir (sí, podemos morir en cualquier momento, pero la conciencia se niega toda la vida y se adquiere con el tiempo), empieza a escribir febrilmente. Y este Días nómades, es una obra de esa febrilidad que aún permanece. Como permanece él.


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