Purs homes, de Mohamed Mbougar Sarr (Més libres) Traducción de Oriol Valls | por Gema Monlleó

Bret Easton Ellis | Los destrozos

“Cada concha incrustada
en la gruta donde nos amamos,
tiene su particularidad.”
Las conchas, Paul Verlaine 

Hay en Mohamed Mbougar Sarr (Dakar, 1990) un gusto por el juego de espejos, por lo opuesto, por la contraposición, por la niebla, por las arenas movedizas. Si en La memòria més secreta dels homes (Premio Goncourt 2021) la confrontación era entre un joven escritor contemporáneo y la leyenda de un escritor pretérito, en Purs homes es entre un entusiasta profesor universitario y un homosexual violentado más allá de la tumba. Si en aquella novela anterior la búsqueda del Rimbaud negro servía para hacer temblar los cimientos morales del protagonista, aquí la exhumación del góor-jigéen (hombre-mujer en wolof, idioma de Senegal) confrontará a Ndéne Gueye no sólo con sus propias convicciones sino también con las de la sociedad en la que vive (se inscribe). Y esa sociedad es la senegalesa del presente, con la lectura más extremista posible de sus preceptos religiosos (en lo sexual, en lo más visiblemente sexual) ante la “amenaza colonizadora” de las costumbres occidentales. 

Aviso para dolientes: esta es una novela sobre la violencia y, consecuentemente, las escenas violentas lo son. Y lo son mucho. La explicitación es necesaria porque la narración del horror se apoya en el horror mismo, ese horror que justamente porque preferimos no mirarlo encuentra su camino para crecer. Abro los ojos. Entro en el libro y lo expongo. 

A primera vista (vista lectora) Ndéne Gueye es sólo un profesor de literatura francesa de la Universidad de Dakar, hijo de un ¿futuro? imam (“un home pietós, ànima recta i inflexible, fidel exemplar, musulmà rigurós”), amante ocasional de una prostituta bisexual (Rama: “una addicció poderosa, una droga dura, un verí de serp”) huérfano de madre. A primera vista tiene una vida plácida, sin grandes objetivos, sin grandes decepciones. A primera vista su “deslizarse” vital, más que nihilismo, parece únicamente falta de interés (no fatal) vital. A primera vista no adolece de ningún mal más que el de la espera inconsciente, la misma que (esta sí) parece identificar en el murmullo de las calles (“Esperaven. Només Déu sabia què. Godot. Els bàrbars. Els tàrtars. Les sirtes. El vot de les bèsties salvatges. Només Déu sabia qui”). 

Esa placidez en la que vive (se inscribe) se rompe cuando Rama (“gran santa i gran llibertina, salvatge i maternal”) le muestra la grabación viral de la exhumación del cuerpo de un homosexual en proceso de putrefacción (“La pudor del pecat! La pudor del cony de la seva mare, d’on no hauria hagut de sortir mai!”) por parte de una turba de hombres (los “anti-resurreccionistas”, en oposición a los del siglo XIX) que cavan en la tierra todavía blanda del cementerio musulmán (“la multitud rehabilita la condició humana, feta de solitud i de solidaritat; ofereix la possibilitat d’un apart amb tots els homes. En la multitud, un és algú i qualsevol”). Mientras el cadáver (“semblava un gran tros de fusta morta embolcallat amb un teixit blanc”) es arrastrado por el polvo y la tierra y el barro, mientras el sexo protuberante del mismo apunta a la intransigencia de los garantes de la fe, Ndéne Gueye excusa la atrocidad por tratarse de un góor-jigéen aunque la violencia de las imágenes quedará flotando en su inconsciente. 

En Senegal la homosexualidad es un crimen y a los homosexuales se les niega la vida y la muerte, se les niega la tumba, se les niega la “visibilidad” por miedo a “la lenta perversió dels costums del país”. Cuando esa invisibilidad impuesta llega a la universidad por medio de una orden ministerial en la que se insta a evitar “l’estudi d’escriptors homosexuals dels quals era demostrada o fins i tot sospitada”, algo se despierta en el profesor, una compuerta se abre, y el buen musulmán (sic), el de mirada ferviente, el que se entrega, mimético, al canto de versos del Corán, el que escucha la prédica del padre en la mezquita desde el respeto, comienza a rebelarse: “Qui era aquell home? Quina vida havia tingut? Com havien sabut que era góor-jigéen? Qui l’havia acusat? Tenien una prova de la seva sexualitat desviada?”. Y el protagonista entra en una espiral, imprevista por él mismo, incomprendida por su entorno, en la que con Verlaine por bandera desafiará al statu quo. Al de la universidad, al familiar, al social. Al suyo propio. Ser quien uno no creía que era no es fácil. Despertar desde el desconocimiento de vivir aletargado es una sorpresa para Ndéne Gueye, pero cuando Mbougar Sarr pone en marcha su apisonadora literaria (especialmente a partir del capítulo 13: “què m’havia passat perquè m’interessés per la sort d’un homosexual desconegut tret de la tomba?”), esa que muchos emparentan con Bolaño (de ahí su unción bautismal como “el Bolaño africano”), acciones y reflexiones se suceden en un in crescendo de difícil suspensión, o tal vez de suspensión (aquí sí) fatal. La mente de Ndéne Gueye está en ebullición, el pensamiento lo arrastra, la reflexión deviene crítica, la aceptación: castigo, la rebelión: expulsión. Y su historia, la historia del góor-jigéen exhumado, la historia de la fervientemente musulmana sociedad senegalesa, se convierte en una historia de la violencia humana (“Crec en la fraternitat per l’amor. També crec en la fraternitat per la violencia”). 

Y Sarr despliega un travelling de menor a mayor, de Ndéne Gueye a la familia, de la familia a la universidad, de la universidad a la sociedad. Y expone, revela, señala: las hipócritas estrategias familiares para no perder (expulsar) como miembros de la familia a los hijos homosexuales gracias a la intervención de “marabuts” (curanderos) descendientes del Profeta (“estan malalts. Hem de curar-los”) contrapuesta a la congelada demencia tranquila de la madre que llora la muerte del hijo violentado en la tumba (“un dol és un laberint; i al cor d’aquest laberint hi ha tancat el Monstre, el Minotaure; l’ésser perdut”); las habilidades para sobrevivir en la jungla universitaria personificadas en la relación con el profesor Coly, mentor y cómplice en el amor por la literatura (pistola de Chejov incluida, pistola de Chejov detonada); la defensa de la cultura propia como excusa (“ho fan per imitar els blancs (…) Tenim les nostres tradicions, la nostra cultura. No hem d’imitar res”), el odio al contestatario (“si una minoria amenaça la cohesió i l’ordre moral de la nostra societat, ha de desaparèixer. Com a mínim ha de ser reduïda al silenci, per tots els mitjans”), la falaz interpretación de las palabras santas (“es escrit que un dels senyals que anuncien la fi del món és la multiplicació dels homosexuals”); el silencio como losa vs el silencio como seguridad gatopardiana (“parlar de les coses és el que caldria, vull dir des de l’interior de les coses, des d’aquest interior desconegut, perillós, que no permet cap imprudència, cap bestiesa, com un terreny minat…”), el no-pensar para no-descubrir (“havia sortit del terreny de les generalitats per baixar endins seu i afrontar-se, autopsiar-se, descobrir i dir què pensava realment”); la simplificación como elemento acusador en la conversación que Ndéne Gueye mantiene con Samba Awa (un “animador”, travesti, vedet, diva, de los sabar -wolof-): “soc un goor-jigéen  per abús i imprecisió de la llengua a la vegada. Aquí, quan un no és heterosexual, és goor-jigéen. No hi ha lloc per a la resta, per a tots els altres tipus de sexualitat que molts homes i dones viuen”. Ritos paganos, exhibición sexual tolerada (especialmente si las que se ofrecen al espectáculo ritual son mujeres: “en aquesta obscenitat total i admesa en què es funda part de l’erotisme senegalès”), bailes al ritmo sensual del tam-tam. Y en ese travelling, la danza a la que Ndéne Gueye es sometido es más frenética que la del sabar, una danza entre rumores (“el rumor encertava en la veritat factual, però fallava totalment la dimensió metafísica”), incomprensión, hipocresía moral, torrentes de acusaciones, estigmatización, vértigo (“el vertigen de la solitud… el pur i mortal vertigen de la llibertat”), descenso a los propios infiernos (“cap refugi en un paradís no és etern, no perquè el paradís sigui incompatible amb l’eternitat, sinó perquè cadascú, a la terra, porta eternament un tros d’infern a dins”)  y una infructuosa búsqueda del sentido de la vida (“tots penseu que la vida resideix en l’obligació de trobar un secret, una revelació (…) pot ser que no hi hagi res de res al final del túnel”). 

Me resulta inevitable recordar, al hilo de como un rumor (“la il·lusió d’un secret col·lectiu”) deviene realidad tanto en la calle (“va caure malalt… mencionaven un mal homosexual… la seva malaltia donava pes a sospites…”) como en círculos intelectuales (“vostè és un militant pro-gai a qui li agrada la poesia homosexual… vol dir que vostè és gai”), a esos otros profesores universitarios que tan bien retrataron Philip Roth (Coleman Silk, profesor de literatura clásica, en La mancha humana) y J.M. Coetzee (David Lurie, experto en poesía romántica inglesa, en Desgracia). La universidad, la sexualidad, la interpretación de los hechos y lo que hoy simplificamos como cancelación (“no és Verlaine el que jutgen els seus estudiants, en el fons. És vostè, la seva opinió sobre la homosexualitat”).  

Si entendemos la literatura como acto político, Homes purs en una novela que, con un aire de exhumación sonoriana (la violencia ligada al sexo, a la condición sexual), nos deja preguntas que apuntan directamente a nuestra conciencia lectora sea cual sea nuestra nacionalidad religión o identidad sexual: “Què és simple? On és la claredat? Hi ha una sola veritat límpida? Una paraula veritable no treu la seva exactitud de la dificultat que experimenta per descloure’s, davant la temptació de facilitat i d’arrogància?”  

(*) 2666, Roberto Bolaño. 

Coda: Madièye Diallo, activista homosexual seropositivo, falleció en 2009. Su familia enterró sus restos en un cementerio de Thies (ciudad cercana a Dakar). Unos meses después, una multitud homófoba exigió que su cuerpo fuera retirado del cementerio. La familia mantiene el secreto del lugar donde fue inhumado. 


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