El París de mi juventud, de Pierre Le-Tan (Cabaret Voltaire) Traducción de Lola Bermúdez Medina | por Juan Jiménez García
Entre todas las cosas que desaparecen, están las ciudades. Podríamos decir que cambian, pero no, desaparecen y, sobre su desaparición, surgen otras. Toda ciudad contiene otras tantas invisibles. Ciudades perdidas en la noche de los tiempos, convertidas en ruinas que, de cuando en cuando se muestran. Restos de Historia, como un abono fértil del que surgen todas esas ciudades posteriores que son la misma, pero otra. Pero también están aquellas que son restos de historia, así, esta vez en minúscula y entendida como intimidad, como algo personal, a menudo una historia compartida, pero otras tantas algo que solo a nosotros nos pertenece. Podría decir, así, que están los lugares de la infancia, borrosos, con una geografía de pocas calles, o los lugares de la juventud, abiertos, insospechados, lugares remotos, descubrimientos, a menudo relacionados no con nuestro simple caminar de paseantes, sino con sitios y sentimientos precisos. Luego, más tarde, llegará la ciudad como evocación. Y esa evocación, a menudo ya no tiene referente físico. Es un espacio en nuestra memoria, habitado por fantasmas. Sobre esas ciudades invisibles, un escritor como Patrick Modiano ha escrito buena parte de su obra, tal vez toda, de una manera u otra. Y sobre esas ciudades invisibles que se esconden en París, Pierre Le-Tan, ilustrador, cómplice en múltiples ocasiones del escritor francés (quien le escribe el prefacio), ha escrito El París de mi juventud.
En su doble faceta de escritor e ilustrador, el libro, en sus manos, se convierte en objeto ambiguo. Sus dibujos tienen algo de aquellos espacios metafísicos de Giorgio de Chirico. Algunos de ellos ya no están (y, por lo tanto, se convierten en algo fantástico), y el dibujo le permite despojarlos de todo, incluidos de personas, reducidas a solitarias presencias que atraviesan esas calles ya imposibles, esas calles vacías, sin semáforos, sin anuncios, sin ruido, en definitiva. Por el contrario, en sus textos encontramos una riqueza de detalles y de personajes asociados a esos lugares, desde antiguos emperadores vietnamitas a una cierta clase alta (Le-Tan era hijo de Le Pho, reconocido pintor, que se dedicaría luego a decorar las casas de exiliados de esa clase alta). Esas personas y su propia juventud, ese entorno de invernadero y sus primeros amigos, primeras relaciones, primeros descubrimientos constituyen tantas geografías, físicas y mentales. Le-Tan no deja de ser irónico, con un humor que no logra distanciarse, porque todo le pertenece de alguna manera. Su escritura y sus ilustraciones recogen, al igual, la elegancia de esos mundos que ya nos cuesta encontrar, una cierta idea de la cultura francesa como integradora, como crisol de otras, como lugar de encuentro de mundos derrotados. También aquellas colonias lejanas y perdidas. Sabores, olores, sonidos, como el del tren elevado. La primera versión, es anterior en treinta años a la última, y, en sus propias palabras entonces estaba el desenfado, que unía anécdotas reales e inventadas (pero ¿no son todas ciertas, de algún modo?). Luego, el punto de vista desaparece, y la nostalgia y la melancolía se apoderan de nuestros recuerdos, de la memoria que cada vez está envuelta más y más en una cierta niebla. Pierre Le-Tan habla del final del camino (moriría ese mismo año), pero para nosotros, que no tenemos ningún París de juventud, aquellas calles ahora son un poco las nuestras. Y aquellos encuentros, y aquellos lugares.