Muñequita rubia, de Patrick Modiano. Ilustraciones de Pierre Le-Tan (Anagrama) Traducción de Emilio Manzano | por Juan Jiménez García
El teatro no es el género más frecuentado por Patrick Modiano. Eso sí, la memoria, el pasado, eso es otra cosa, el territorio donde se mueve su obra, de una manera u otra. Muñequita rubia es, por tanto, una rareza con un cierto aire de familia. También un libro-objeto, gracias a las ilustraciones de Pierre Le-Tan (con el que ha colaborado en más de una ocasión), y un divertimento, que juega a ser el libreto de la obra teatral que contiene y una evocación de tiempos teatrales pasados: viejos actores, viejos carteles, viejos anuncios. Ese gusto por el pasado y sus ecos, por como ese pasado nos alcanza, es también el argumento. Unos amigos formaron en su tiempo el grupo Los Peter Pans. Eran cuatro y, alrededor de ellos, se movía Geneviève, la novia y futura mujer de Guy, bajista, y amante de Aldo, batería. Los fantasmas son Félix, guitarrista, desaparecido, presuntamente muerto, y Louise, la cantante, suicida, que esperaba, en vano, casarse con Aldo. Tenían veinte años. Han pasado otros veinte, y los tres primeros están en Austria, esperando celebrar las navidades. Los recuerdos no solo están, sino que se materializan, y allí conviven, durante la representación, aquellos que se quedaron en una eterna juventud, privilegio de una muerte temprana, y aquellos otros que siguieron, para demostrar con su vida que se podían traicionar perfectamente esos días de juventud.
Con todo ello, Patrick Modiano construye un objeto poliédrico, un artilugio que desde un presente grisáceo y un futuro que se presenta no menos anodino, nos devuelve los bellos días del pasado. Unos bellos días de dudosa belleza. La distorsión de la memoria, la multiplicidad de las miradas, los fragmentos que le pertenecen a uno y nadie más, esos instantes capaces de cambiar la percepción de aquellos años… Un juego irónico o, al menos, risueño. Como la sonrisa del niño que observa la desnudez del otro. La constatación que, desde esos veinte años, no se podía ver más allá de ellos. Que un simple gesto, que una promesa incumplida o tan solo demorada puede ser una tragedia, llevarnos a una melancolía sin final, a una vida de prestado. Las ilusiones… El escritor y el ilustrador construyen, además, esa otra trampa. Colocan la obra en un tiempo que difícilmente le pertenece. Si Modiano juega con la confusión de los tiempos, con la unión de los distintos planos, en un juego de identidades que ya no se reconocen, el envoltorio añade un puñado más de contradicciones. El pasado lo es todo, las distintas capas del pasado, todas las épocas, y el presente es un punto confuso que nos cuesta ubicar.
Y, por encima de todo, si no se ha entendido ya, está el juego. Jugar como vivir. Partir de un supuesto, ese encontrarse con nuestra juventud, en la figura de aquellos que no están y que se quedaron en aquella edad y los que han seguido, trabajosamente, traicionando, de algún modo, a aquellos otros. Ponerlos sobre el mismo escenario, sobre aquel piso que compartieron, pero ahora vacío de muebles y apenas habitado, mientras en aquella terraza desde la que devoraban la ciudad, París, ha sido devorada ella misma por las plantas y las malas hierbas. Un catálogo de imposturas para el ahora y un eterno y modesto infantilismo para el ayer. Estamos hechos del mismo material que los sueños y los sueños están hechos del material de nuestras vidas y nuestros fracasos y derrotas.