«La leyenda del santo bebedor», legado y testamento de Joseph Roth, de Berta Ares Yáñez (Acantilado) | por Juan Jiménez García
Joseph Roth, últimos días. Lo que ya se había convertido en una prolongada huida (del nazismo, de los imperios caídos, de las sociedades hundiéndose, proyectos de escombros de una guerra por venir), llega a su final con la muerte. Y con esa muerte, hay un último libro, que parece contener tanto de él: La leyenda del santo bebedor (un título que posiblemente no es suyo, sino del editor… ese “santo” no aparece por ningún lado). Decimos contiene y pensamos en el alcoholismo de Roth y en esas muertes anunciadas que tanto nos atraen, con nuestro gusto por el destino cumplido. Pero las conexiones íntimas con el escritor austrohúngaro (si hemos de elegirle una nacionalidad entre tantas posibles… para alguien que acabó por ser un apátrida), están más presentes a otros niveles y, podríamos decir, es una cuestión religiosa. ¿La historia de un católico que tiene una misión escrita por el judío Roth? Independientemente del lío que se montó en su funeral, en el que no sabían muy bien como enterrarlo porque ni tan siquiera tenían muy claro si acabó por convertirse al catolicismo en el último momento, no es la cuestión. Sería quedarnos con el instante desechando la vida. Es más: no solo su propia vida sino sus orígenes y el origen de sus orígenes y así hasta la noche de los tiempos. Y ahí es donde se instala Berta Ares Yáñez en su libro, que parte de su tesis doctoral.
Pese a su brevedad (o pese a la brevedad de ambos, obra y vida del autor), La leyenda del santo bebedor esconde un buen número de lectoras que beben de la tradición judía, que se remiten una y otra vez a ella. La historia: Andreas Kartak es un vagabundo que ha llegado a París desde los confines del viejo imperio austrohúngaro. Un día, bajo un puente, se encuentra con un personaje que le ofrece un dinero, un dinero que tiene que entregar, cuando buenamente pueda, en la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, a la santa Teresita de Lisieux. A partir de ahí, empezará un ir y venir entre sus deseos y los acontecimientos de la realidad inmediata, que no dejan de golpearse entre ellos y dar al traste con su voluntad (que, todo sea dicho, carece de la firmeza necesaria y se tambalea, como se tambalea él, con una cierta facilidad). En esta historia de redención católica, los mimbres los pone sus orígenes judíos, como demuestra con no poca pasión, siguiendo rastros y rasguños, Berta Ares Yáñez. Pero el libro, no se conforma con esto, si no que traza también el retrato del escritor como perdedor. Porque, hay que decirlo, Roth perdió en todo, perdió una y otra vez, y sus victorias no dejan de ser póstumas y se basan en esas derrotas en vida. Los tiempos fueron en su contra, y mientras él pensaba en la universalidad, en la comunidad de pueblos (y por tanto, tenía esa confianza en aquel paraíso perdido, paraíso como una cuestión sentimental y emocional), mientras él pensaba en todo eso, surgían los nacionalismos y saltaban por los aires territorios y personas. La anexión complacida de Austria por Alemania fue lo último que le quedaba por ver y, a partir de ahí, solo se podía esperar, de una manera u otra, la muerte. Roth no se rindió y siguió estando contra aquel estado de las cosas que, inevitablemente, llevaría a un nuevo abismo, aún más profundo que el anterior, pero el hombre, siempre ha sido poca cosa contra la guerra. Esa guerra que ya estaba ahí. Frente a todo eso, La leyenda del santo bebedor es una llamada a la tradición, que no solo es una cuestión de física, palpable, visible, sino también espiritual. Y mientras todo se venía abajo, y mientras en mundo judío se encaminaba hacia una destrucción nunca imaginada, aún quedaba un atisbo de esperanza, como lo tenía Karkak en lograr entregar ese dinero. Una esperanza de reconstrucción de esas fuerzas que unen nuestra existencia y a los unos con los otros. Una idea de comunidad que no entiende de fronteras.