Pensé que bailar me salvaría, de Luz Arcas (Continta me tienes) | por Óscar Brox
¿Cómo abordar un libro como Pensé que bailar me salvaría? Una obra breve, en apariencia, pero abundante en contenido. Escritos que funcionan como cuaderno de notas, también como dietario; recorrido por la obra de Luz Arcas/La Phármaco y por sus ideas en torno al baile, el cuerpo, la creación artística y el hilo que los conecta. Como teoría y, casi, praxis -es difícil resistirse a ese ímpetu con el que está escrito todo, como si las reflexiones estuviesen capturadas en pleno movimiento. Uno lee, picotea, observa, en un proceso no muy diferente al de asistir como espectador a una de sus obras. Ve, precisamente, eso: el proceso, el montaje y discusión de ideas, las reflexiones que se trasladan de una obra a otra y también el contacto con las tradiciones culturales. Con el folclor, sí, pero también en esos viajes que Luz Arcas emprende a Guinea Ecuatorial o a El Salvador, en los que explora y entra en contacto con otras culturas, que le sirven como base para aprender, cuestionar y compartir.
“Mi movimiento surge de estados físicos (ficciones encarnadas y asumidas como verdades, contextos corporales, como los palos flamencos), más que de conceptos, formas, más que incluso de dinámicas”. En el libro aparece más de una vez esta cuestión: ¿hablamos de danza o de baile? Arcas escribe con el cuerpo, en el cuerpo y sobre los cuerpos. Escribe -y en este punto se puede decir que escribir, aquí, es otra forma de bailar- su acción y su vibración, su estado. Como señala a propósito de Somos la guerra, “No me gusta la danza, me gusta el baile […] El baile es una verdad del cuerpo. La danza es un desarrollo intelectual del baile que acaba destruyéndolo. De ahí su énfasis a la hora de escribir y describir el proceso por el que llega a bailar esas emociones físicas, casi interiores, que funcionan como emanaciones de una cultura, tradición o saber al que se aproxima sin el pesado andamiaje intelectual de la Academia. Dicho de otra manera: busca, observa, entra en contacto, imagina -y esta palabra me parece muy importante-, pone en escena, hace hablar a través del cuerpo. No importa si son los verdiales, enraizados en la tradición cultural-festiva de Málaga (en su pieza Toná) o la seguiriya que aparece en Mariana para ilustrar esa energía del cuerpo jondo, labor, trabajo y acción, en el que halla la presencia de una arcaica y radical modernidad.
Estas notas de Arcas funcionan como teoría y práctica de ese incierto que busca su forma en el baile. Pero también apuntan a un recorrido biográfico en el que su autora explora los diferentes contextos en los que han surgido sus obras -y es justo decir que algunas de las palabras más bonitas se concentran en la génesis de Toná. Si tuviese que escribir cuál me parece la idea fundamental del libro, me inclinaría por esta: “El baile está en el cuerpo, es un estado que le pertenece al cuerpo y lo devuelve a una comunidad cultural, como los símbolos o la memoria”. Esta reflexión de Arcas condensa todo su proceso creativo, a la vez que dibuja una serie de premisas en las que asoma no solo el baile, también lo político. Es esa idea de la comunidad cultural, ese dar sin esperar nada, entrega total de los cuerpos, conjunto de ritmo musical y pulso de baile, que identifica durante los preparativos de Dolorosa en El Salvador. O la imagen terrible, de cultura sometida, que encuentra en Guinea durante el trabajo de su pieza La domesticación, en la que vibran los fantasmas del colonialismo español decimonónico, pero también de ese otro colonialismo contemporáneo, el del capital, que garantiza otra clase de sometimiento mientras extiende el mantra de la indiferencia total.
Como señalaba al inicio, Pensé que bailar me salvaría es un libro breve en apariencia y, sin embargo, abundante en contenido. En impresiones, intuiciones y, también, verdades que Luz Arcas traslada a través de la escritura de su cuerpo. De sus movimientos, del contacto y del estudio de unas tradiciones, unas veces propias y otras ajenas, y de un recorrido biográfico que vibra, que se agita, que estalla en sus piezas, buscando, en lo arcaico o en lo olvidado o en lo desconocido, esos rasgos de pertenencia a una comunidad. En las letras que acompañan a algunas de sus piezas o en los símbolos que pierden ese sentido que les ha conferido el presente, la sociedad, el establishment, para abrirse, como los cuerpos, a otro horizonte posible. Liberados y arrojados sobre el escenario, sin más premisa que verlos bailar, observarlos y acercar el oído para ver qué nos dicen. En el epílogo del libro, María Velasco trae a colación a Deleuze, Guattari y su máquina de guerra para definir con precisión eso tan emocionante que significa el baile según La Phármaco: “La máquina de guerra es de otra especie, de otra naturaleza, de otro origen que el estado. Lleva en sí la potencia de la metamorfosis, de la disrupción, otras formas de sentir individual y colectivamente”. De la transformación y el descubrimiento, añadiría yo, y de seguir creyendo en todo lo que puede dar, decir y mostrarnos un cuerpo.