Vengo de ese miedo, de Miguel Ángel Oeste (Tusquets) | por Gema Monlleó
“Por un momento recordé quien era yo sin miedo y quien había sido antes de que el peligro cayera sobre mí como una trampa”
Por qué volvías cada verano, Belén López Peiró
Leo muchos libros escritos desde el dolor. Me interesa el binomio dolor vs escritura, las estrategias de reparación y/o denuncia que los autores utilizan. Los nudos, lo no-resuelto, los traumas o la desesperación me atraen como (sub)tema literario. Leo muchos libros escritos desde el dolor, no todos consiguen despertar mi empatía y muy pocos son capaces de que el dolor descrito traspase las páginas y me alcance.
Vengo de ese miedo (Miguel Ángel Oeste, Málaga, 1973) pertenece a esta última categoría. Y es que el dolor de Oeste no es sólo que salte de las páginas, sino que se me atraganta en los ojos y me obliga a leer por fases. Este no es un libro sobre el maltrato en la familia y su in crescendo de abusos. No. Este libro es un catálogo de horrores ante el que tomar aire, mirar fijamente y leer. Aunque pese, aunque duela, aunque tiemble.
Oeste necesita escribir para resituar en su interior los traumas del pasado, para cerrar una etapa que, aunque ya lejana, sigue latiendo en su día a día. Oeste necesita que leamos, que su escritura sea lectura compartida, que sintamos la opresión de ese piso de Málaga (“recuerdo mejor que ningún otro espacio la casa de mis padres, aquellas paredes blancas de gotelé en las que se distinguía la grasa, la mugre, el olor a tabaco y vicio que se aposentó con los años en la casa como un inquilino más”), que seamos escuderos de su lucha contra el peor mal (el que vive en casa) y que nos confrontemos con el daemonium de su padre.
Oeste quiere matar a su padre y nuestra lectura nos convierte, sin que en ningún momento lo queramos evitar, en cómplices sin atenuantes.
“Quiero matar a mi padre. No metafóricamente ni en la ficción de una novela en la que lo he matado cada vez que la narración abría la más mínima posibilidad de hacerlo. Incluso cuando ni siquiera le atribuía al personaje del padre rasgos del mío, desarrollaba la acción para que muriese. Desde que recuerdo he fantaseado con las formas en las que moría, en las que ponía fin a su vida. Y lo hacía con rabia, con rencor, con desasosiego.
Para mí ha sido muy difícil querer a mi padre, pero tampoco ha sido fácil odiarlo.”
En Vengo de ese miedo la muerte es la liberación, el deseo infantil de salvación (“una infancia en la que anhelo que mi mamá y mi papá me miren y sonrían y sean felices, pero sobre todo que me salven de la oscuridad. Aunque cómo iban a hacerlo si ellos eran esa oscuridad, ese agujero negro en el que vagaba sin referentes”), la arcadia prometida cuando ya no queda nada más que el miedo, cuando el yo adulto “mira al padre desde abajo, paralizado, mientras tiembla por dentro”. La muerte que, mientras no llega, es sustituida por un silente diálogo con el padre y con uno mismo (“Tal vez mantener activo el silencio mediante el desapego es el mayor logro al que puedo aspirar”). Todo ello mientras las escenas que no quieren volver a verse regresan a la mente y es necesario encontrar el botón de stop para cancelar el doloroso revivir (in)consciente.
Este es también un libro sobre el escribir (“Escribir es mi manera de enfrentarme a él”), sobre la dificultad de afrontar sin tener a mano un cuaderno para las palabras (“La escritura abre puertas que uno no se atrevería a abrir”), sobre la negación y los circunloquios necesarios para encontrar como narrar, como narrarse (más de la mitad del libro anunciando un episodio que tarda en llegar y que, cuando llega, y pese a ser el menos explícito de todos, es la frontera última traspasada).
“La escritura abre zanjas. Galerías subterráneas, igual que una topera. Las recorro buscando -¿buscándome?-. Me doy cuenta de que aquella vida con mis padres no me pertenecía. Sentía que yo no era yo. Que no empecé a vivir hasta los diecisiete años. Antes era una especie de autómata sin decisión ni voluntad, un estado, un esclavo, un vómito. Cuando vomité comencé a ser yo, a formarme desde la deformación. Quería arrancarme a mí mismo fuese como fuera”
En el libro el adulto Oeste busca la reconciliación con el Miguel Ángel niño (“Mentiría si dijese que todos los recuerdos que tengo de mi padre son desagradables. En el fondo es lo que deseo. No por un sentimiento masoquista, sino porque justifica mis pensamientos y actos”). Miguel Ángel, el niño que demandaba la atención de su padre, el niño que reproducía sus palabras y opiniones en un intento instintivo y desesperado por el mimetismo expiatorio: “¿puede una persona convertirse em un yonqui del maltrato y del sufrimiento?”
Vengo de ese miedo es también una zambullida de Oeste en el pasado de sus padres (“sé que si no reconstruyo su historia, nunca me reconciliaré con la mía”). El autor se esfuerza en comprender una genealogía en la que al maltrato se le llamaba “hacer las cosas como hay que hacerlas” y opta por aliarse con las herencias (“Mi padre odiaba a su padre. Yo odio al mío. Esa es la herencia que me deja. La herencia del odio. Y la obsesión por vengar el miedo que me ha inoculado”). Sus padres se casaron “a la fuerza”, obligados por un “qué dirán” propio de otra época. Su juventud adrenalínica y desafiante se quebró tras un cónclave familiar que impuso el matrimonio como única salida decente a un desenfreno demasiado visible, el mismo desenfreno que después los devastaría (“cuando mi abuela le exigió que se casaran, ella se negó, como si intuyera algo, como si su naturaleza le advirtiera del volcán dormido que despertaría. Y luego, año tras año, con lentitud, la lava quemó la carne, la cordura, los sentimientos. Los arrasó”).
Para escribir desde un abanico abierto, desde una mirada que vea más allá de las propias vivencias, Oeste se entrevista con familiares y amigos (o examigos) de sus padres, con compañeros de colegio que alguna vez pasaron por su casa (“aquella casa fantasmal que notaba que expulsaba efluvios, miasmas, una sensación que me aterraba”), con profesores que tal vez detectaron indicios ante los que no supieron cómo responder (“Contar para abrir la herida. Para convocar lo que todos ocultan. Traer al presente a unos niños que se escondían. Esconder para que sea real”). Esta búsqueda de testimonios, esta necesidad de otras miradas se convierte en un gran espejo de deformidades. Nadie hizo nada a pesar del evidente desamparo en el que sobrevivían Miguel Ángel y su hermano, y los dos niños crecieron desarrollando estrategias de supervivencia propias: “Me pegaba a mí mismo para aplacar la ira, el desafecto, la desorientación que me carcomía las entrañas. La humillación que sentía: una culebra que había entrado dentro de mí para hurgar en su interior. Ansiaba el dolor, necesitaba soportarlo, estar preparado para cuando mi padre me pegara y así no sufrir tanto”. La relación entre ellos, los hermanos, está viciada por el pasado (“Quiero a mi hermano, pero no sé quién es. Nos comunicamos siempre desde la distancia prudente y rígida. Nuestra relación funciona siempre pendiente de una alarma a punto de soñar”), lleva el estigma del sentimiento predominante en ambos entonces: el miedo: “Miedo. Esa es la base de mi educación. No el afecto. Miedo e indefensión (…) Me podía el miedo a mi padre. Él no tuvo jamás escrúpulos en arruinar la inocencia. Tal vez disfrutaba cuando lo hacía. Tal vez era lo que había aprendido. Tal vez es lo que nos ha transmitido a mi hermano y a mí. Ese es el miedo. Lo que late. Tictac, tictac, tictac. Incansable. Lo que no me permite estar relajado”.
Hay muchos libros sobre el dolor, el maltrato infantil, los abusos, y hay dos que resonaban en mí mientras leía Vengo de este miedo: Por qué volvías cada verano (Belén López Peiró, Las afueras) y Volver al padre (Abel Azcona, Pepitas de calabaza). En ambos el foco no está sólo en los hechos sino también en las personas que, estando cerca, desviaban la mirada ante lo que podía estar sucediendo. Oeste no señala a nadie, pero las respuestas a sus preguntas a familiares y amigos configuran el enorme vacío de una omisión.
Vejaciones, cerillas encendidas en las sábanas, el sonido del sexo violento entre adultos, el caminar de puntillas de un niño, la yerma desolación del recuerdo (“Busco dentro de la memoria un abrazo de mi padre. Sin suerte. Pero en alguna ocasión debió de abrazarme. He buscado una foto que la que mi padre me tuviese en brazos. Sin suerte.”), en definitiva, un pasado que nunca se fue pero que regresa con más fuerza con la paternidad del autor (“continúo con la mano de mi hija agarrada. Esa mano diminuta que siento que me protege más a mí que yo a ella”). Vengo de ese miedo es un valiente testimonio-abismo que Oeste describe desde un dolor que nos alcanza con toda su espeluznante realidad.
“Escribir sobre mis padres hacía aflorar un sentimiento que no controlaba. Regresaba el lacerante sentimiento de culpa, la ansiedad, la más abominable de las percepciones, el desasosiego de encontrarme de adulto con el niño que fui, de resucitar y revivir mis súplicas y vergüenzas, todo lo que no se quiere contar, lo que se ha guardado celosamente desde niño, los disfraces que uno se pone para seguir adelante”