El demonio y otros cuentos, de Junichiro Tanizaki (Satori) Traducción de Ryukichi Tearo y Ednodio Quintero | por Juan Jiménez García
Turbiedad. El bien y el mal. Lo correcto y lo incorrecto. La maldad, algún atisbo de bondad. Las dudas, los demonios interiores y exteriores. Oriente y occidente. Contrarios que se cruzan una y otra vez en nuestras vidas, que conforman nuestro destino, que nos sumen en turbulencias. La escritura de Junichiro Tanizaki se instala una y otra vez ahí, ya sea a través de sus novelas o, como en este caso, sus relatos. El demonio y otros cuentos, reunión de once de ellos (alguno, como Jotaro, el masoquista, una nouvelle), es una extraordinaria prueba de ello. Abarcan una decena de años, entre 1915 y 1925, y, por tanto, forman parte de su producción inicial, tras la precocidad de Tatuaje, sin dejar, por ello, de integrarse totalmente en el corpus de su obra. Los jóvenes de estos relatos tienen mucho de los jóvenes que ya encontramos sus novelas posteriores. O incluso los viejos. Es inevitable volver sobre el término perversidad, cuando nos referimos al escritor japonés. Desde la loca búsqueda del escritor Jotaro de una mujer que lo maltrate, que le permita realizarse como uno de esos masoquistas occidentales que tanto aprecia, hasta la mujer perseguida por un mono, que quiere compartir su vida con ella. Pero también lo están en esos ambientes enfermos (tuberculosis) en los que, entre la muerte, no deja de crecer el egoísmo y la pereza.
Porque los personajes de Tanizaki se pierden en sus laberintos mentales (que no morales), entregados al sake o las mujeres, que es indiferente que sean geishas o prostitutas. Pero es que esos laberintos mentales, esas caídas en el vacío, caídas que no parecen tener final, pueden llegar hasta el profesor atrapado por el poder mafioso de un niño, en El pequeño reino. Por no hablar de pintor que aspira a que su obra de arte, su obra maestra, sea un ser vivo, producto de una pareja que elegirá él mismo trabajosamente (La creación, un temprano relato de 1915). Cuando escribimos sobre el autor japonés, no dejamos de tener la sensación de repetirnos, porque las columnas que sustentan su narrativa son firmes e inamovibles, pero no es una cuestión de repetición. Ni aunque lo fuera. La repetición, el volver sobre los mismos argumentos una y otra vez, es un problema occidental, pero para nada japonés. Podría estar escribiendo variaciones de un mismo libro, una y otra vez, una y otra vez, y ni tan siquiera sería extraño. Pero no es así. Lo que encontramos en sus libros es una evolución de esos mismos temas y, me atrevería a decir, un acompañamiento con su propia vida. En especial con su propia edad. Sin renunciar a sus obsesiones, estas multiplican sus puntos de vista, se bifurcan una y otra vez en distintos personajes y se mueven por diferentes épocas. La reunión de relatos de El demonio… se convierte en un microcosmos de lo que será toda su obra, como si fueran aproximaciones, tentativas plenamente conseguidas de lo que estará por venir.
La madurez literaria del Junichiro Tanizaki ya aparece desde sus primeros relatos. Esa maestría para construir oscuras atmósferas, inquietantes sueños de la sinrazón. Pero como ocurre con Jotaro, la apreciación de lo que está bien y lo que está mal es pura subjetividad. El resultado de juicios y prejuicios ancestrales. Unas normas de convivencia que nos hemos dado para soportarnos, grandes reinos construidos sobre unos deseos comunes que no pocas veces son más productor de nuestras represiones que de esos deseos. La obra del escritor japonés puede ser vista como un tiovivo de imágenes, de temas, que giran incesantes, como debían girar en su cabeza y en su propia vida. Una historia íntima del placer, un breviario de formas de alcanzarlo, unas instrucciones para vivir en consecuencia, una sucesión de hombres y mujeres que se buscan y, de cuando en cuando, se encuentran, entre todas las dificultades y los obstáculos. Un palpitar permanente, una agitación constante, aun en los momentos de calma. La calma, la espera. La lenteza del tiempo.