Niño Pez, de Mark Richard (Dirty Works) Traducción de Tomás Cobos | por Gema Monlleó
“Así era yo de niño, un niño que huyó al mar y se convirtió en pez; aquel era yo, esperando a lo largo de toda mi breve existencia en una caja de cartón, esperando que recalara un gran barco en aquel lugar en el que raro era el barco que recalaba.”
Niño Pez es un viaje. No un viaje en barco, que sería lo propio, sino un viaje mental, alucinógeno, lisérgico.
Leer Niño Pez es como entrar en una galería de personajes pintados por Francis Bacon. Unos personajes tan deformes como atrayentes, tan violentos y extraños como deseosos de ser entendidos. El protagonista, el Niño Pez, el Indio Piecita según el spelling de su colmena, paria en la lonja, polizón por accidente, cocinero en la marmita (sic), es el hilo conductor, casi el médium, para que el resto de personajes, los tripulantes del barco-sin-nombre, se manifiesten. Una colección de tipos raros, en según qué momentos de alimañas: atormentados, esperpénticos, de un humor negro-negrísimo, lastrados todos ellos por el determinismo del pasado. Y a la vez, cuando la maldad no los atrapa, unos freaks conmovedores y casi tiernos. Desarraigados, existencias dostoievskianas y marítimas sin anclaje ni ancla.
“Eiphey le preguntó a John si seguía pescando con el señor Watt y John le contestó que si se podía llamar barco pesquero a un hatajo de criminales, mutantes, idiotas, bichos raros y asesinos, entonces sí, así era.”
Mark Richard, niño que pudo ser pez (nació deforme, tullido, ¿marginado?, carne de orfanato), escritor del gran-sur-de-la-grit-lit escribió esta novela en 1993, tres años después de haber ganado el PEN/Ernest Hemingway Foundation Award por el libro de relatos El hielo en el fin del mundo, en el que está el germen de esta obra. Mark, como el Niño Pez, no lo tuvo fácil. Antes de conseguir vivir de la escritura y de su enseñanza tuvo un sinfín de variopintos trabajos: locutor de radio (¡a los 13 años!), fotógrafo aéreo, barman, investigador privado, pintor de brocha gorda, ensamblador de muebles, corresponsal naval y faenador en pesqueros. No sabemos hasta qué punto su conocimiento del mundo marin(er)o se ve reflejado en Niño Pez, pero agradecemos a Poseidón sus baños de sal y su imaginación.
Es este, como suele suceder en los libros de Richards, un libro escrito a bocanadas, rítmico, percusionado. Escritura aquí a golpes de oleaje, a sorbos pirateros de ron:
«Empecé siendo un niño, un niño humano, un niño que huyó al mar, un niño de ceceo sibilante, con dedos de yemas sedosas propios de otra clase social. Un niño con recuerdos arrinconados de sábanas enrolladas en la cabeza y noqueado a puñetazos; después, olor a puro y a cuero de zapato, y el saco de arpillera lastrado en el que me arrojaron desde un coche al pantano que se extendía al borde del camino. Allí renací.»
Así comienza el libro y este será el ritmo que seguiremos. Sincopado, constante, un impacto tras otro, indócil como un poema que se desborda (sí, aquí hay poesía, sin versos pero poesía).
Y así nos encariñaremos con Niño Pez, el niño de la laguna negra, la raspita que duerme entre cartones, el despojo humano de pescado podrido, abandonado y utilizado por la fauna del puerto para los trabajos más humillantes. Niño Pez, todito miedo y todito corazón. Niño Pez que se cree asesino y huye. Niño Pez salvado por el gigante John, el rudo de cuerpo completamente tatuado con la cartografía de la búsqueda de su sirena (¡ojalá una novela sobre él, mr Richards!). Niño Pez, niño-mowgli-de-agua. Niño Pez en la galería de espejos contrahechos de este extraño Pequod: «Si alguien se ha embarcado y no odia a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, aparte de a sí mismo, que sepa que no puede servir en este barco»
Y el viaje alucinógeno, la alargada sombra de William Blake, no terminará hasta la última página. ¿Libro de aventuras? Sí y no. ¿Libro thriller? No y sí. ¿Libro de-personajes-desgraciados? Sí. ¿Libro de los-Appalaches-en-el-mar? Sí. ¿Libro de monstruos? Sí y ¿no? ¿Libro de expiaciones varias? Sí y sí. Aun así, es difícil concluir si los personajes obtienen algún tipo de redención. Atrapados en su red de arrastre sigue flotando el pasado. A lo lejos ecos de ondinas al abordaje. Y, como letanía, una sentencia que se repite: «Mírame bien, Niño Pez, yo también empecé siendo un niño»..