La casa eterna, de Yuri Slezkine (Acantilado) Traducción de Miguel Temprano García | por Juan Jiménez García
Entender los primeros años del comunismo, entender el estalinismo, en especial, hablar del terror de aquellos últimos años treinta intentando entender las razones y las sinrazones. Y todo desde un lugar, un espacio, la casa eterna, una zona pantanosa convertida en un complejo residencial para el aparato del recién nacido partido bolchevique, que empezaba a alimentar todos los cuadros necesarios, a construir toda la estructura necesaria para lograr abarcar la inmensidad no ya de un proyecto, sino de un país. La revolución había sido ganada, pero quedaban pendientes muchas otras revoluciones. Pero empecemos un poco no por el principio, sino por una idea que atraviesa el libro: el comunismo en la Unión Soviética fue un movimiento milenarista. En su búsqueda utópica, en su universalismo, en su totalitarismo. Slezkine no solo impregna toda la obra de esta idea sino que le dedica capítulos enteros que construirán las bases de ese aliento. Una historia del milenarismo en el que el bolchevismo es una parada más de un largo recorrido.
El subtítulo nos da una idea: Una saga de la Revolución rusa. La construcción de la casa eterna, la Casa del Gobierno, es un punto de inflexión, y el destino de sus habitantes no deja de ser también un destino compartido con el resto del país. El libro comienza desde aquella zona pantanosa y desde las fábricas iniciales, al otro lado del río. Allí es a dónde vemos construirse la revolución, donde aparecen los protagonistas de esta, esos jóvenes idealistas, esos viejos bolcheviques del futuro, los dirigentes del futuro. Ganar las guerras contra los blancos no fue difícil comparado con la misión de extender las ideas de unos pocos a un país inmenso en el que todo quedaba lejano. Un país atrasado, que no había salido aún del siglo XIX, un enorme rincón al este de Europa y en plena Asia, en el que nada había pasado, más allá de algunos precarios equilibrios para que todo siguiera igual.
Pero todo esto había quedado atrás y Lenin no tardaría en morir, dejando su lugar a Stalin. Y Stalin pensaba que poner ese inmenso país en línea con el resto implicaba una firmeza, un esfuerzo colosal que no podría detenerse frente a nada, y en el que no se podía titubear. De ahí al terror solo había un paso o unos pocos y se dieron. El culto a la personalidad, acabó con aquellos jóvenes, ya no tan jóvenes, que aspiraban a cambiar el mundo. Ahora ya no se trataba de una aspiración: el mundo estaba ahí. Era suyo. Y a ello se entregaron. Primero los enemigos eran otros. Aquellos que se resisten a las colectivizaciones, los kulaks, los antiguos burgueses o incluso los hijos de estos. La maquinaria se había puesto en marcha y no debía detenerse bajo ningún concepto. No hay que olvidar que la Unión Soviética solo era un paso hacia el universalismo del comunismo, que se impondría sobre toda la tierra.
La Casa de Gobierno reunía a buena parte de aquellos funcionarios encargados de llevar a cabo esas transformaciones. En la obra de Slezkine también hay un lugar, un extenso lugar para la vida privada de aquellos. No es que allí estuvieran todos los protagonistas de aquellos años (en realidad estaríamos hablando de una segunda línea, y por eso, tal vez, más significativa). Pero en sus realidades cotidianas se refleja, de algún modo, los deseos e inquietudes de ese tiempo. Eso sin dejar pasar que la búsqueda de la igualdad comenzaba por los privilegios de unos cuantos y que la horizontalidad solo llegaba después de pronunciadas verticalidades. Todo estaba escrupulosamente determinado y el destino de cada uno podía verse reflejado perfectamente siguiendo los cambios de domicilio asignados e incluso las vistas desde sus ventanas. Empezaron a llegar las dachas, las casas de campo, más escalones sociales.
El desfile de todos esos personajes que, salidos de las fábricas, de las universidades, de la miseria en la mayor parte de los casos, acaban convertidos en la administración bolchevique, en la mano que mueve esos tremendos cambios para alcanzar un mundo que se había quedado atrás, es inmenso. La casa eterna es una obra mayúscula. Por su extensión, por su profusión o, citando a Perec, por su intento de agotamiento de un lugar. Pero cuando este lugar está agotado, cuando ya hemos vivido tantas vidas, tantos acontecimientos en los que estás vidas han encontrado su lugar, llega algo que afecta a sus cimientos, incluso podríamos decir que literalmente (porque ni tan siquiera la casa saldrá indemne). Esa segunda mitad de los años treinta en los que el terror será la base de las relaciones sociales, esa persecución generalizada, que ahora (y no solo) será contra aquellas clases sociales heredadas, contras los enemigos del pueblo, sino en la que el propio Partido se verá afectado hasta lo más profundo.
Nadie está a salvo. Nadie es inocente si así lo decide Stalin y su círculo más próximo. Las utopías del futuro han dejado lugar a las pesadillas del presente. Y los amigos de antes son los enemigos de ahora. La incomprensión general como motor de las cosas. El patetismo como actitud, como último intento de una supervivencia que se antoja complicada. La muerte está por todos lados, de un día para otro. Una vez señalado nada puede detener la maquinaria, porque no hay posibilidad de error, de equivocación. Ejecuciones, gulags, muertes lentas o rápidas, precedidas de la agonía y el miedo. Largos desiertos. La casa eterna no era eterna, y frente al colosalismo de las construcciones y los propósitos se impone la insignificancia, la fragilidad de los destinos y el destino no como orientación sino como capricho de unos pocos.
Entrar en todo lo que implica el libro de Yuri Slezkine es una tarea de una complejidad notable. Después de todo, es un retrato exhaustivo no de una época, sino de una época a través de unos escogidos, los habitantes de esa casa eterna y sus infinitas derivaciones. Ascenso y caída del imperio milenarista bolchevique. O la vida privada en los tiempos de Stalin. Todo es correcto y todo implica que nos falta algo más para llegar ahí. Desde los tiempos de esa juventud revolucionaria hasta la creencia de que el enemigo seguía ahí, llegando al enemigo entre nosotros. Desde la esperanza a la construcción, hasta llegar a la autodestrucción. Desde el universalismo a la vida privada. Desde las amplias estepas al espesor de los bosques en los que la luz apenas alcanza a atravesarlos. Vidas de hombres.