La novia prusiana, de Yuri Buida (Automática) Traducción de Yulia Dobrovólskaia y Jose María Muñoz Rovira | por Juan Jiménez García
Existen lugares que el destino, la Historia, ha convertido en otra cosa. En espacios irreales, zarandeados de nación en nación sin pertenecer a ningún sitio en concreto, sino más bien a todos. Se cuente como se cuente, en aquellos lugares el tiempo se ha convertido en otra cosa, como si el pasado se hubiera disuelto a la manera de un terrón de azúcar en el vaso de agua del presente, de sus distintos presentes. Y, además, han tenido sus escritores, unos escritores que les han dado aquello que les es esquivo pese a cientos o miles de años de historia: una mitología. Es más: una mitología del pueblo. No para el pueblo, sino en la que los grandes mitos, si no fundacionales, existenciales, son la gente común, la gente de cada día. Los nadies. Pensando en la Kaliningrado rusa de Yuri Buida (antes la Königsberg prusiana), me venía a la cabeza la alemana Danzig y Günter Grass (ahora la Gdansk polaca). En todas estas confusiones ¿dónde quedan los pobladores? Las patrias cambian y con ellas se van unos y vienen otros. Y, claro está, algún motivo tienen que tener para estar ahí más allá de la arbitrariedad y alegría con que se repartían tierras y hombres en los mapas de los gobernantes de aquellos días (si es que ahora es diferente). De Königsberg se fueron sus viejos habitantes alemanes dejándolo todo y llevándose bien poca cosa, y a Kaliningrado llegaron los rusos, entonces soviéticos, trayendo no mucho y encontrando lo que había. Y ahí también estaba la familia de Yuri Buida. Y allí nació Yuri Buida. Y Yuri Buida escribió durante muchos años sobre ellos relatos y ahí debe seguir. Unos relatos en los creaba esa mitología necesaria. Porque no podemos vivir sin mitos y leyendas, sin algo que nos ancle frente a las tormentas y las dudas. Y dado que los dioses quedaron tan lejos, recurramos a los hombres.
Hay como dos líneas que se mueven a través de La novia prusiana: una que podríamos calificar de realismo mágico y otra que no lo es (y como no me gustan las etiquetas especialmente, no voy a inventarme una). Yo, que tanto leí a Gabriel García Márquez en mi juventud (cuando aún soñaba con ser escritor), si algo conozco es lo tremendamente pegajosa que es su escritura. A la que uno se descuida, está escribiendo a su manera. Pero como demostró Jean-Luc Godard (y seguramente sigue demostrando) que él hiciera películas sin guión no quiere decir que cualquiera pueda hacerlas (y cuántas películas muertas por su culpa… casi como tantos libros por culpa del escritor colombiano). Pero, a esos peligros íntimos que acechan al escritor, hay que sumar el peligro de la etiqueta en sí misma, tan usada, tan manoseada por intereses que superan al hecho en sí. Y es que esa realidad sobrenatural existió antes, durante y sigue existiendo. Uno antes que aprendiz de escritor fue niño en una aldea y bien que lo sé. Y seguramente el mayor riesgo es como algo que forma parte de la naturaleza de la escritura y la oralidad de los pueblos, acaba pasado por el tamiz de otra literatura y otras intenciones. Buida, después de todo, no está haciendo realismo mágico, sino su realismo. Porque esa es la realidad transmitida, aquello es lo que se contaban y le contaban, por muy absurdo que pareciera, y así nacen los mitos y esos personajes inolvidables que sirven para explicarnos todo, una cosmovisión para pueblos pequeños.
Yuri Buida es un escritor con una variedad de recursos notable y poco necesita para transitar entre formas. Son las historias las que determinan esa escritura, y si la fundación de la ciudad rusa sobre la ciudad prusiana requiere un relato, la vida, las historias del día a día, de años después, cuando ya todo fue creado, pasaron los seis días y hasta el séptimo de descanso, requieren otro. Esas dos realidades, esos mundos que se suceden se van cruzando en las páginas de este libro (que es una selección de algo aún más amplio), y me pregunto (aunque estoy convencido de que no, tal vez equivocadamente) si los relatos están desordenados cronológicamente, cosa que poco importa, porque cada parte es una pieza de un todo, en el que nada se sucede ni se precede, ni tan siquiera lo obvio. De Yuri Buida había leído hace años El tren cero, también publicado por Automática (como Helada sangre azul), pero si algo he transitado durante años es la literatura de los años soviéticos y alrededor. Y en Buida encuentro una voz que no se parece en nada a aquello, tal vez porque sus temas son otros y allí, aislados de todo, Stalin quedaba lejos y quién sabe si hasta otras preocupaciones soviéticas. Buida se me presenta como escritor no ruso sino de otra parte, como si los alemanes no se hubieran ido aún y el hombres soviético estuviera todavía asentándose. Su mundo, su Kaliningrado, es un lugar de geografía difusa y personajes precisos. La Historia parece que está siempre en otro sitio, mientras que en ese rincón del mundo lo que se construye es el pasado.