Todos pájaros, de Wajdi Mouawad (La uña rota) Traducción de Coto Adánez | por Óscar Brox
“Este hombre vio a su madre morir de un balazo ante la indiferencia de la muchedumbre cuando bajaba de un tren para ganado y, desde esa detonación, lo quieras o no, yo, tú, tus hijos y los hijos de tus hijos tenemos la responsabilidad de sobrevivir, puesto que nadie llevará por nosotros el sabor a ceniza de nuestra familia desaparecida”.
Probablemente, Wajdi Mouawad sea el gran escritor de la transmisión. De la memoria hecha carne y sangre. De la Historia como un conflicto familiar, salpicado por la tragedia, que no cesa de repetirse de una generación a otra, conforme los adultos enseñan sus heridas y cicatrices a los jóvenes. O, mejor dicho, dejan que sean estos últimos quienes las descubran, a medida que recorren el árbol genealógico de su familia en busca de sus orígenes. En Todos pájaros resulta abrumadora la sencillez con la que el dramaturgo despliega el texto: hay dos jóvenes, Eitan y Wahida, que se aman. Pero los impulsos, los sentimientos, no digamos ya las palabras, son insuficientes cuando han de hacer frente a la memoria; sobre todo, cuando esa memoria les viene impuesta. Cuando permanece parcialmente borrada o interesadamente desconocida. O, peor aún, anclada a un pedazo de la Historia reciente que solo permite una perspectiva, un punto de vista excluyente.
Mouawad abandona el Líbano para retratar la violenta convivencia entre Israel y Palestina, y cómo la instrumentalización de la Historia no ha hecho más que avivar ese odio eterno. Fratricida, prácticamente. Hablaba antes de la sencillez, que en absoluto quiere decir simplicidad, del texto. Quiero pensar que Mouawad ha tenido tiempo para madurar las ideas que gestó en el ambicioso ciclo de La sangre de las promesas, del que en buena medida Todos pájaros supone una evolución. Aquí el dramaturgo sigue caracoleando alrededor de los misterios familiares, de las ramas retorcidas de los árboles genealógicos, en busca de un retrato todavía más limpio, aún más desnudo, de esa historia (en minúscula) que se transmite: de la negación del otro, de la afirmación de la herida eterna, del trauma silenciado o del Holocausto que se comparte como si se tratase de un cuento moral: hemos perdido tanto en el pasado que la razón nos dice que debemos evitar hasta la más mínima concesión para creer que todavía tenemos un futuro.
En este sentido, resulta bellísimo el retrato del padre que escribe Mouawad. Cómo ese David que en un principio es un personaje secundario se convierte en conductor del drama en su doble condición de víctima: como padre a punto de perder a su hijo y como hijo que desconoce sus orígenes familiares. Que tan solo está convencido de sus palabras porque todo su relato está construido alrededor de la supervivencia. Para quien la memoria es carne, sangre, ceniza, exilio y asentamiento. Destino. La violencia que marcan los diálogos entre David y su hijo Eitan es proporcional a la de ese mundo que cobija a todos los personajes de la obra, marcado por la inestabilidad geopolítica, sí, pero también por la sensación de que cada vez resulta más difícil reconocer esas emociones que se expresan en cualquier lenguaje. A veces, incluso, en el mismo silencio.
La escritura de Mouawad transmite la necesidad de encontrar un punto de encuentro en un mundo en el que pesan más los sacrificios, porque otros tantos se han llevado a cabo antes para darnos la posibilidad de seguir con vida. La hondura filosófica del texto es evidente; la obligación del dramaturgo de desmontar esa elección vital, también. No solo porque Eitan y Wahida representen la posibilidad de un nuevo eslabón, sino porque Mouawad necesita reflejar las contradicciones de David; desnudar cómo, en su error, ha asumido la misma clase de violencia que le ha hecho convivir con un trauma durante toda su vida. Hasta el punto de dejar atrás a su madre. Hasta el punto de haber perdido las imágenes infantiles que le podrían devolver a esa otra realidad, la de la masacre de Sabra y Chatila, que también forma parte de su biografía. Que, en definitiva, ha moldeado ese rostro que ahora es el de un padre.
El texto se lee rápido, a ratos febril, con esa precisión de Mouawad para arrojar al lector, al espectador, a una tragedia que siempre descose, debilita, los vínculos familiares. Que empieza y acaba en lo íntimo porque es desde lo pequeño como podemos encontrar el origen de cada cosa. En Todos pájaros hay imágenes bellísimas, o palabras que las evocan, que exploran con toda la ternura lo que significa ser un hijo, lo que significa ser un padre, lo que transmitimos cuando narramos una historia. El lugar en el que nos pone lo que contamos. Y no dudo de que la obra habla tanto de familia como de amor, porque esto último está siempre presente hasta las últimas consecuencias. Porque Mouawad sabe cómo retorcerlo, cómo hacer de él un sacrificio o cómo explicarnos que es uno de esos poquísimos gestos de generosidad que aún quedan en el mundo (y es difícil imaginar a un personaje más generoso, en todo su dolor, que el de Wahida). Y sabe, también, cómo enseñarnos otra manera de leer la memoria, el tiempo. Cuando David lo hace, la catarsis se precipita sobre el texto; en cambio, cuando lo hace Eitan, lo que aprendemos es otra forma de entender el amor, pese a todo.
“Así que se inventó esa palabra, transmisión, se les dice transmisión y no asesinato porque eso no se dice, se les dice memoria, el peso de los antepasados, responsabilidad hacia el pasado ¡y se les mata! Porque sentimos pena, una pena negra infinita. ¿Cómo explicar si no que no aprendamos nada, que, generación tras generación, volvamos a empezar? Si los traumas marcasen algo en los genes que transmitimos a nuestros hijos, ¿crees que nuestro pueblo, hoy, haría padecer a otro la opresión que él mismo padeció?”.
Ese monólogo de Eitan acaba con una frase: si la pierdo, me muero. ¿El qué? ¿La memoria, la familia, la sangre, Wahida, el amor, la transmisión, la esperanza? La respuesta es sencilla: todo. De ahí es de donde brota el drama, la tragedia, la herida que no cesa de explorar Wajdi Mouawad.