Carne de perro, de Pedro Juan Gutiérrez (Stirner) | por Juan Jiménez García
Entonces… Pedro Juan Gutiérrez se instala en algún lugar entre un silencio buscado y la orilla del mar, entre la pesca y las mujeres, entre la colina y los tifones, el sexo y el anuncio de la muerte, entre jóvenes y viejas, entre edades medias, tierras medias, desolación, finales anunciados, necesidad de desprenderse de cariños, de encontrar otros. Algo tiembla. Uno mismo, el suelo. La bebida, el nivel del agua que sube. ¿Cómo estar seguro? En la aparente sencillez de la forma, en el retrato despojado de vida y vidas ajenas, todo es complicado. Escribir, como vivir así, requiere horas, días, meses, años de caídas y algunos ascensos. No hay reino de los cielos en esa Cuba y, si hay que creer en algo, que sea la mujer y su capacidad para llevarnos a otros mundos, siempre mejores que este. El escritor, personaje de sí mismo, se declara dominador. Y un dominador solo puede existir en contraposición a algo que debe ser dominado. De nuevo: vida, escritura. Si la escritura es despojada es porque también su mundo es despojado, cercano a la desolación, los restos de un naufragio, de muchos naufragios, terremotos, accidentes, físicos y naturales.
Carne de perro son relatos, pero esos relatos solo son fragmentos, destellos, iluminaciones, de un todo. Es el último libro de su Trilogía sucia de La Habana, pero relatos, trilogías, solo son maneras de cuantificar, esa manía que tenemos por numerar, como aquel crío de Drowning by numbers. Quiero decir: no importa, porque como él mismo dice, es como si todo fuera un drama interminable. Y piensa a menudo en el silencio mientras asiste a la brutalidad. Y la brutalidad no es solo que las cosas son demasiado a menudo un desastre, sino que se nos presentan abruptamente, como el vacío tras la orilla de los acantilados. Con todo, nada dura. Lo bueno, lo malo, pasa. Pasa Julia, como pasará Miriam. Como pasaron esos tres mil libros y pasarán los otros tres mil. Necesita todo para desear la nada. Cuba es ese lugar donde fueron a morir tantas cosas y, las que no murieron, están en ello. Cosas encontradas en una casa abandonada desde hace mucho, los relatos.
Pedro Juan Gutiérrez dice que no escribe a favor ni en contra de nadie. Tampoco inventa nada, es lo que hay. Las cosas están así de feas, así de sucias, por volver al título que le dio a la trilogía. Sin heroísmos. Hay algo que iguala toda esa podredumbre, unas corrientes subterráneas que recorren a todos esos derrotados. Si Louis-Ferdinand Céline necesitabas miles de páginas para conseguir una, para atrapar esa musiquilla, el escritor cubano necesita lo mismo y todas las vidas para conseguir unos relatos frugales, livianos, pero que no dejan de decirnos cosas, de revelarnos esa nueva comedia humana. Miriam entraba en aquella funeraria para excitarse con la visión de los muertos, y hay algo en ese gesto que quiere decirnos algo. ¿Y marcharse? ¿Huir? También hay como fugas. De esas dos mujeres, desde luego. Pero, para ir dónde. Decía Bohumil Hrabal que se había quedado en Checoslovaquia porque los trapos sucios se lavan en casa. Pero sería más preciso decir que hay plantas que no pueden ser trasplantadas a ningún sitio más que a la artificiosidad de los jardines botánicos. Y algunas, como en Carne de perro, crecen entre los desechos. Y también en ella hay una cierta belleza, aunque no sea algo buscado. La belleza de lo que se cae a trozos, de lo que cae libre, de los pedazos. Entonces… Al fin amaneció. Y empezamos de nuevo.